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Pancho con lluvia de papas

Falta poco para definir quién va a ser el próximo intendente capitalino y la campaña parece haberse ido para el lado de ensuciar al rival.

Provincial 17 de julio de 2023 Javier Boher Javier Boher
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Por Javier Boher

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Falta apenas una semana para que los cordobeses de la capital vuelvan a enfrentarse a una boleta única, esta vez para definir quién va a ser el próximo intendente. Tras cuatro años de gestión de Martín Llaryora que cortaron ocho años de radicalismo, la elección permanece abierta.

Más allá de lo que dicen los números de las encuestas, lo que expresan los candidatos o lo que siente la gente en la calle, los partidos han decidido meterse en un barro moralista que no parece estar hablando el mismo idioma que la gente común.

Parafraseando la máxima que se le suele atribuir al canciller alemán Otto von Bismarck, la política es como las salchichas; a todos les gustan, pero nadie quiere saber cómo se fabrican.

Es imposible pensar que en los puestos de gobierno, en la conducción del Estado, la corrupción sea inexistente. Existe en todas las sociedades -aunque las sociedades más exitosas son las menos tolerantes al uso indebido de los recursos públicos- y no se puede eliminar por completo: es parte de la existencia misma del poder. Tal vez por eso las sociedades tienen ciertos umbrales de tolerancia para con los políticos, que acá se plasmó en la decadente frase de “roban, pero hacen”.

Si las elecciones se ganan por mayor cantidad de votos, aquel candidato que coseche más respaldos será el que triunfe, de allí que los respaldos institucionales -gremios, empresas, colectividades, congregaciones religiosas- sean tan importantes para los candidatos. Esos respaldos no son todos iguales. Algunos se pueden mostrar y otros no.

En ese segundo grupo entran las organizaciones que se manejan en “tirantez” con el Estado, para usar una palabra que haga un poco más decorosa la situación. La economía en negro y las actividades delictivas -que generan un volumen de ingresos considerable- también tienen preferencias y juegan en las elecciones. Pagan fiscales, punteros, actos y muchas cosas más, que los candidatos se ven obligados a callar.

Eso pasa en casi todos los partidos, al menos en los que tienen chances de ganar. Algunos tienen una postura pública más hipócrita, porque su electorado no quiere saber de qué manera se hacen las salchichas en los barrios tomados por los narcos, y prefiere ver el paquete con un chancho sonriente que dice que son ricas en vitaminas. No hay octógonos negros para los candidatos, así que ahí hay que saber buscar un poco más que con la comida.

El tramo final de la campaña para la intendencia se tiñó de algo parecido a lo que se vio en la campaña para las primarias de Santa Fe. Desde ambos bandos se dedicaron a ensuciar las listas y candidatos de su principal rival. Se acusaron de narcotráfico, de violencia de género y de varias cosas más. Sin embargo, llaman la atención esas ganas de andar tirando piedras cuando ninguno está libre de pecados.

Ese tipo de discusiones tratando de desprestigiar a los contrincantes -más allá de la gravedad de los hechos, que están reñidos con la ética y que eventualmente deberían hacer rever los procesos de selección de candidatos en cada espacio- son la muestra más cabal de que se terminaron las propuestas. Nadie sabe de qué manera seducir a los votantes, así que se dedican a desenamorar a los votantes del otro. Mala noticia: a nadie le importan esas campañas negativas.

Las elecciones se definen en última instancia por cómo caen los candidatos a los votantes, es una cuestión de piel, aunque a algunos no les guste. En las elecciones municipales, mucho más que en otras, el vecino premia o castiga a quien considera responsable de lo que pasa en su entorno inmediato: luz, asfalto, cloacas, transporte, recolección de residuos de las quince cuadras a la redonda en la que se desarrolla el día a día de una persona.

¿Hay un candidato detestable en una lista? “Ni idea, hermano, a mí me encanta comer panchitos con lluvia de papas”.

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