Caras y caretas cordobesas
Completamos el relato del suicidio del ingeniero coscoíno Leopoldo Lafosse, en un puente de París, octubre de 1907. Extraemos información de otra versión del tema publicada por el mismo Soiza Reilly, en su libro “Confesiones literarias”, de 1907.
Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
De Cosquín a París, matarse por amor (Segunda parte)
A la versión central de la historia que publicó Caras y Caretas el 23 de noviembre de 1907, un mes y medio después de la tragedia del joven ingeniero coscoíno, Juan José Soiza Reilly aprovechó la historia y le dio mayor despliegue para incluirla en su libro “Confesiones Literarias”, editado en 1908. Le cedemos párrafos al buen estilo del destacado cronista. Soiza Reilly se aproxima inquisitivo a la figura de “la malvada” condesa Marie D’Arzac, a quien describe invariablemente como una casquivana, agitando el moralismo patriarcal que no se proponía lateralizar.
“Como en casi todos los teatros de París, en el «Moulin Rouge» trabaja una condesa. No creáis que pueda ser una condesa de cartón. Es de pergaminos. Es de Legión de Honor... Una condesa auténtica. En Francia, las condesas encuentran muy variadas aplicaciones domésticas. Y también artísticas… Hay muchas. Algunas hacen versos. (Estas son las domésticas). Otras dirigen escuelas inútiles de canto. Las más viven en el silencio del núcleo legendario de las barricadas del 93. Y el resto, se entretiene en los escenarios de los teatros. Hay algunas que dan al público enseñanzas de arte. Pero las más enseñan otras cosas… Bailan. Piruetean. Saltan. Otras, encantadoras, ríen. Hace reír. Aman. Se hacen amar. De lejos o de cerca. Es lo mismo. De cualquier manera… Una de ellas suele presentarse al público como estatua viva. ¡Ufff ! A esa, que es divina en su celestial aureola de epidermis, Willy, el padre de Claudina, la consultó.” (Este personaje es mencionado en otra nota, Willy era periodista del diario “Le Matin”, padre de una amiga y dueño de un gran humor parisién. Retomemos su consulta):
“— ¿No tiene usted rubor, señora condesa, de salir a escena así tan... tan?...
— No, buen amigo, —replicó ella modestamente.— ¿Rubor? ¿En París? ¿Rubor de qué?... Yo no salgo a la escena desnuda… Yo salgo con mis anillos…
Pues bien. Una condesa así fue la magnetizadora de Leopoldo. Vestida con la honestidad de sus anillos, aparece todas las noches en el fantástico proscenio del Molino Rojo. Embriaga. Domina. Es telepática... Se llama María d’Arzac. Su belleza no es exquisita. No es refinada. Pero efluye de ella ese enigma que es vigoroso porque nadie sabe de dónde proviene: —el misterio de la simpatía...
Es grande la elocuencia de la ilustre dama cuando, vestida sólo con la luminosa elegancia de sus cincuenta anillos, recita versos épicos. Es una estatua muy original. Nada más. Y como lo original es lo que seduce a las cabezas jóvenes, ella encanta y atrae... Y por eso, atraído, encantado por la extraña pimienta de la noble condesa, el joven de las sierras se arrodilló ante sus resplandores, sin quejarse. La condesa María d'Arzac es prima del general Roulet. Los diarios lo dicen a cada rato. Y hacen bien. Ambos salen ganando con la mutua reclame…”.
Casi nada puede aportar a los lectores Soiza Reilly, sobre la relación que existió entre el ingeniero coscoíno y la condesa que recitaba despojada de ropa en el Moulin Rouge. Se limita a decir:
“Las relaciones de la artista con el joven estuvieron repletas de la novela superficial que cubre las cosas muy profundas. ¿Qué pasó entre ellos? Silencio. Harpócrates… Pasó la sombra de las tragedias. Y vino, para el pobre enamorado, el último beso que estalla en la columna. En la sabia columna del jardín de los Médicis, cuya belleza descubrió Darío…”.
Alude aquí Soiza Reilly a un paseo referido al comienzo de la nota, junto al poeta Rubén Darío, quien lo condujo al Jardín de las Estatuas, en Luxemburgo. “Quería mostrarme una columna extraña. Una columna erigida hace un año en el jardín y cuya belleza él solo ha descubierto. Es una columna blanca, En su cúspide cuadrada un artista ha escrito en figuras de relieve un drama tempestuoso. (…) Es un beso dividido en cuatro actos… El primero, es el beso de la vida. El segundo, es el beso de la madre. El tercero, es el beso del amor. Y el cuarto, es el beso final. El beso trágico. El beso de la muerte ...”
Impresionado por esa escultura reflexiona Soiza Reilly, vinculándola a la tragedia de que trata su crónica:
“La vida de París es el conjunto de estos dos crueles actos. Todas las noches, mientras en un extremo de algún puente del Sena hay labios que se juntan por amor, —en la otra extremidad del puente, otros dos labios se juntan con la muerte para hundirse en el agua...”.
Y apura el final del texto, el corresponsal de Caras y Caretas, para introducir violines en el momento debido del relato:
“Terminemos. ¿Queréis saber algo más? El drama finaliza. Leopoldo escribió una carta para la condesa. Buscó un rincón obscuro para poder caer muerto sin profanación. Hubo una lagrima. Un revólver. Un cráneo que cruje. Un alma que se rompe. Un joven que muere por exceso de vida. Y, por fin, una condesa que a la noche siguiente del suicidio obtiene más aplausos que nunca. La sangre del cadáver aumentó el fulgor de los anillos que, como a las víboras, cubren a la condesa. Viéndola en el teatro, yo miro a lo lejos. Miro a través del mar. Y veo, allá en las sierras cordobesas, a los dos blancos viejecitos que lloran. ¡Maldito seáis París! Y los veo llorar sobre el antiguo mostrador del almacén en donde jugaba, cuando era pequeño, el Leopoldo perdido… No han gozado el consuelo de besar en la boca al hijo muerto. Lloran. Y mientras los viejos lloran, la condesa sonríe. Y todas las mañanas sale en su carruaje por los bulevares, por Las Tullerías, por el Bois de Boulogne... Y los viejecitos continúan llorando, mientras la condesa, casi fea pero encantadora, prosigue vistiéndose o desnudándose, con el resplandor honesto de otros nuevos anillos... ¡Maldito seas, París! ¡Bendito seas!...”.
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