Más amoríos que ideologías
La correctísima versión de “El gatopardo” que estrenó Netflix, en el formato de una serie de seis episodios, debía sí o sí remitirse al espíritu del momento actual, muy distante del que imperaba más de 60 años atrás, cuando la misma historia fue desarrollada en un filme de Luchino Visconti.
J.C. Maraddón
Si de textos clásicos se trata, es natural que las adaptaciones para cine o televisión que se puedan practicar sobre ellos tengan que ver con las necesidades de sus realizadores y, en especial, con las ideas preponderantes, que impulsarán a resaltar algunos detalles por encima de otros. Más allá de la mayor o menor fidelidad de la historia con respecto al original, entran en juego intereses económicos y/o ideológicos que condicionan la mirada de quien encara la tarea de reflotar un argumento ya conocido, para devolverlo a la consideración del público transformado en una nueva narración dentro del formato audiovisual.
Tal fenómeno ha sucedido con la novela “El gatopardo”, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, en la que el autor cuenta los sucesos protagonizados por un representante de la nobleza siciliana en la segunda mitad del siglo diecinueve, relato para el que se inspiró en un antepasado suyo. En la ficción, Don Fabrizio Corbera, príncipe de Salina, asiste con preocupación a los acontecimientos derivados de la insurrección de Giuseppe Garibaldi, a la que se une un sobrino suyo, Tancredi Falconeri, bajo el objetivo de la unificación de una Italia que en aquel entonces se encontraba dividida en diversos reinos, repúblicas y principados.
Con su publicación en 1958, el libro recibió críticas a izquierda y derecha del espectro político, unos porque presentaba como arribistas y acomodaticios a los revolucionarios, y otros porque ofrecía un cuadro patético acerca de la decadencia de la clase aristocrática de la península. Su autor no fue testigo de la resolución de esas polémicas, porque había fallecido un año antes, así como tampoco pudo disfrutar de los premios y elogios de la crítica de los que fue objeto su obra, que muy pronto llegó al cine y terminó así de ser incorporada al cerrado coto de los clásicos de la literatura.
Quien le echó el ojo y rodó en 1963 un largometraje de tres horas sobre las dichas y desdichas del príncipe de Salina, fue el cineasta italiano Luchino Visconti, pionero del neorrealismo y también poseedor del título de Conde, aunque su simpatía marxista se hiciera patente en su filmografía. Con Burt Lancaster como Don Fabrizio, Alain Delon como Tancredi y Claudia Cardinale como la bellísima Angelica, a “El gatopardo” no le costó demasiado alzarse con el premio mayor del Festival de Cannes de ese año y despertar la admiración de futuros grandes realizadores como el estadounidense Martin Scorsese.
Motivado por su pensamiento político, Visconti se ocupa allí de analizar la situación de Sicilia en aquella época, con énfasis en los cambios que se producían en el esquema de poder, al manifestarse el ascenso imparable de la burguesía y su vocación de implantar un estado nación, en oposición al declive de los nobles que pretendían conservar sus prerrogativas. En un tiempo de radicalización de los principios como los años sesenta, la mirada de este director era la indicada para despertar el interés de esos espectadores que adherían a la voluntad de revisar los hechos históricos desde una perspectiva más crítica.
Por eso, la versión de “El gatopardo” que estrenó Netflix, en el formato de una serie de seis episodios, tenía que remitirse al espíritu del momento actual, muy distante del que imperaba 60 años atrás. Los responsables de esta correctísima producción, Tom Shankland, Giuseppe Capotondi y Laura Luchetti, han preferido poner el acento en los amoríos de Tancredi y, sobre todo, han realzado el personaje de Concetta, la hija mayor de Don Fabrizio, quien aquí –como impone el actual empoderamiento femenino- aparece convertida en una mujer mucho más inteligente y valerosa que la tímida muchachita sin mayores atributos de la película de Visconti.
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