Independientemente de la independencia
El mayor mérito del director y guionista Sean Baker en su película “Anora”, consagrada en la noche de los Oscar, es haber aprovechado al máximo su magro presupuesto para dar forma a una comedia dramática tan atractiva como desopilante, que cuenta con todos los elementos para fascinar al público.
J.C. Maraddón
“Un arte industrial que necesita dos millones de dólares para arrancar no puede ser independiente”, decía refiriéndose a la producción cinematográfica Rodolfo Fogwill, en una entrevista concedida a la revista El Amante Cine y publicada en marzo de 1997. Su opinión tiene que ver con el negocio del entretenimiento, al que pertenecen los contenidos audiovisuales, pero que también nuclea a otras formas de expresión cuyo reclamo de independencia creativa choca contra las exigencias del mercado, con las que suele confrontar por más que la distribución y el consumo de esas obras fluyan por circuitos parecidos a los de cualquier otra rama de la economía.
Tal vez por eso, el grado de potestad del artista sobre su obra sería proporcional a la inversión que ha requerido la tarea de confeccionarla. Un poeta, por ejemplo, puede darse el lujo de crear en los márgenes del sistema, porque sabe que sus libros difícilmente entren en las listas de best sellers y por ende su compromiso con la generación de ganancias es mínimo. Un novelista con aspiraciones de alcanzar el éxito masivo, por el contrario, estará condicionado por las imposiciones de su sello editorial, que utilizará técnicas de marketing para que ese título se popularice.
En la música, y en especial dentro del rock, pertenecer a la escena “independiente” suele ser un anhelo de intérpretes noveles que luchan por separarse de las modas y hacerse un lugar con una propuesta distinta. Pero esa categoría se torna fluctuante cuando ciertos nombres que militan la causa alternativa se vuelven famosos y marcan tendencia, con lo cual abandonan el under y son desafiados desde su antiguo refugio por nuevos valores que se ocupan de experimentar con sonidos inesperados. Es una dinámica que lleva décadas de vigencia y que funciona como una herramienta que evita el estancamiento.
Tal como lo manifestaba Fogwill de modo explícito a finales de los noventa, en el séptimo arte las posibilidades de esquivar los procedimientos industriales son casi nulas, por el simple hecho de que realizar una película implica la conjunción de recursos humanos y técnicos demasiado caros para financiarlos a pulmón. Y es allí donde aparecen las presiones de quienes deciden invertir en un proyecto fílmico con el objetivo de obtener luego un rédito acorde a las expectativas depositadas desde un principio. O al menos recuperar el monto puesto a disposición de un cineasta con mayor o menor experiencia en el rubro.
Por eso, no parece del todo correcto referirse a “Anora”, el largometraje que ganó el Oscar a la Mejor Película el domingo pasado, como una iniciativa independiente, que al recibir ese galardón certifica la importancia de aquellas cintas creadas por fuera de la factoría estadounidense. El logo de la compañía distribuidora internacional Universal Pictures con el que abre el filme estaría desmintiendo esa pertenencia, al igual que el presupuesto de seis millones de dólares que insumió, una cifra muchísimo menor que la de los tanques de taquilla pero imposible de reunir si no es a través de los mecanismos propios del sistema.
El mayor mérito del director y guionista Sean Baker, a quien la Academia premió por ambos desempeños, es en todo caso haber aprovechado al máximo ese magro aporte monetario para dar forma a una comedia dramática tan atractiva como desopilante, que cuenta con todos los elementos para fascinar al público. Y también es un gran acierto de Baker haber elegido a Mikey Madison (ganadora como Mejor Actriz) para el papel de Ani, esa stripper/escort destinada a convertirse en uno de los personajes icónicos del cine moderno. La consagración de “Anora” no se define por su independencia, sino por la manera en que narra una historia que conmueve.
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