El cine de terror como denuncia
En “El Conde”, estrenada por Netflix el viernes pasado, el chileno Pedro Larraín se escapa de toda lógica y convierte a Pinochet en un exponente de una raza de vampiros que garantiza su inmortalidad bebiendo sangre, sin que por esa alegoría la película pierda su carácter de burla macabra.
J.C. Maraddón
Durante los tumultuosos años sesenta, se filmaron muchas películas que respetaban el clima de época y ponían su énfasis en la denuncia y en el compromiso social, como reflejo de una humanidad politizada que, a la vez, vivía inmersa en el rompecabezas de la guerra fría. Quienes con mayor fervor se reivindicaban como revolucionarios y adherían a teorías que predicaban la liberación de los pueblos, solían considerar a expresiones como la música, el cine, el teatro o las artes plásticas como meros placeres burgueses, que en nada contribuían a alcanzar esos nobles fines a los que dedicaban sus vidas.
Pero había excepciones a ese descarte: las manifestaciones culturales que transmitían un mensaje ideológico afín y que se encuadraban dentro de aspectos formales y de producción que no tuviesen vínculos con los grandes complejos industriales del entretenimiento, servían como herramienta de militancia y por ende estaban plenamente justificadas. Mientras más panfletarias fuesen, mayor aceptación tenían para esa juventud que protagonizó hitos como el Mayo Francés de 1968, una revuelta que canalizó la voluntad de las izquierdas de derrumbar un sistema al que consideraban opresor y vetusto. Se trataba, entonces, de un recurso más para convencer al pueblo de que debía luchar por sus derechos.
Como no podía ser de otra manera, hubo cineastas que coincidían en la necesidad de producir filmes comprometidos, pero que no estaban de acuerdo en atenerse a los estrictos parámetros estéticos indicados por las estructuras partidarias, que tomaban al realismo socialista como el único estilo atendible. Debates y polémicas a discreción estallaron ante la osadía de esos díscolos que, en vez de acatar las órdenes de incursionar en lo testimonial y lo documental, apelaban a la sátira o al vuelo metafórico para transcribir en el lenguaje cinematográfico lo que querían decir con respecto a las injusticias del mundo.
Ha pasado más de medio siglo desde aquella hoy lejana situación. Varios flujos y reflujos de conservadurismo han eclipsado las viejas consignas, que han moderado sus anhelos hasta circunscribirlos a cuestiones mucho más básicas y esenciales. Y apenas un puñado de realizadores sobrevive en la defensa de esos antiguos idearios, dentro de un panorama en el que muy poco es lo que existe por afuera de la esfera hollywoodense, ahora “invadida” por el fenómeno del streaming. Sin embargo, filmes como “Joker” o “Nomadland”, por citar apenas dos, prueban que se puede hacer ruido aun desde el corazón del capitalismo.
Otro ejemplo de esa estirpe de largometrajes parece ser “El conde”, del chileno Pedro Larraín, que tras su estreno en el Festival de Venecia hace pocos días, fue incluido por Netflix en su grilla desde el viernes pasado. Lejos del espíritu levantisco que reinaba hace 50 años, cuando se produjo el golpe de estado que derribó el gobierno de Salvador Allende, Larraín se las arregla muy bien para no arriar las banderas que condenan al régimen impuesto entonces por el dictador Augusto Pinochet, frente al negacionismo que de un lado y otro de la Cordillera de los Andes pretende revindicar crímenes de estado como si fueran actos de heroísmo.
Pero para lograr su objetivo, “El Conde” se escapa de cualquier lógica y convierte a Pinochet en un exponente de una raza de vampiros que garantiza su inmortalidad bebiendo sangre, sin que por esa alegoría la película pierda su carácter de burla macabra contra un sujeto histórico clave en la historia contemporánea de Chile. Elementos del género de terror y de la comedia negra abundan en esta cinta que aflora en un momento muy oportuno y que se despega de toda objetividad en su abordaje, para asomarse desde una perspectiva novedosa a la figura de ese oscuro déspota sudamericano.
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