Cultura Por: J.C. Maraddón11 de diciembre de 2023

Que suene pero que no moleste

El lanzamiento de la cantante Anna Indiana, creada por la Inteligencia Artificial y cuyas iniciales no por casualidad son A.I., tiene en vilo al planeta musical, desde los intérpretes hasta las plataformas de streaming, pasando por los sellos discográficos y hasta los propios consumidores.

J.C. Maraddón


Allá lejos y hace tiempo, cuando uno ingresaba a ciertos locales comerciales, salas de espera u oficinas, desde lo alto un pequeño parlante se emitía una selección musical neutra que acompañaba a los empleados y también a los clientes, como un sonido de fondo que aportaba una atmósfera distinta a ese espacio. En aquel entonces ese servicio era conocido entre nosotros como “música funcional” y, aunque parezca algo sacado de un relato distópico, su utilización era bastante común, a tal punto que se consideraba natural que esos aparatos musicalizaran las situaciones cotidianas en esos lugares donde se desarrollaban determinadas actividades.

Mediante diversos sistemas de propalación, una empresa era la encargada de proveer esa ambientación sonora a la que la gente se había acostumbrado casi sin darse cuenta, y que podía llegar a ser imprescindible para un negocio que quisiera elevar el nivel de sus prestaciones. Y así como hoy quienes se sientan a comer algo en un restaurante o a tomar una copa en un bar están aclimatados por una selección de canciones específicas generalmente originada en una lista de Spotify o Youtube, medio siglo atrás ese mecanismo era cubierto por estas emisiones tan estandarizadas que no llegaban más allá del murmullo para un oyente casual.

Y es que la idea era que ese aporte musical no estuviese en primer plano, sino que más bien apenas si se advirtiera su presencia, para no aparecer como un elemento distractivo con respecto al principal foco de atención. Por eso, no solían escucharse allí los hits de moda ni composiciones atronadoras que hicieran saltar del susto a las personas expuestas a su audición. Tampoco tenían cabida los ritmos bailables ni las voces estridentes: todo debía ser suave y tranquilizante, con preferencia por las grabaciones instrumentales y por piezas indiferenciadas que no remitiesen a recuerdos de nadie.

El género denominado “ambient”, que se tornó conocido a través del trabajo de Brian Eno, se apoyó en esta “música funcional” y la vinculó con algunas corrientes de la vanguardia artística, hasta sacarla de su carácter utilitario y elevarla a un estatus de culto. Pero ya en los años de apogeo de la electrónica, con el rescate de la bossa nova como vehículo estilístico para sonorizar la escena “lounge”, fueron versiones de temas conocidos adaptadas a ese género las que circularon con mayor aceptación para cumplir la faena antes depositada en aquellos antiguos parlantitos que nunca podían faltar.

Por supuesto, también en esto debía meter sus narices la Inteligencia Artificial, ese nuevo juguete que ahora obsesiona al mundo con sus prodigios. Y no es que sus fórmulas mágicas se apliquen a elegir música de fondo, sino que van mucho más allá: mediante esa herramienta a la que empezamos a creer omnipotente, se ha creado de la nada una artista ficticia, capaz de componer sus propias creaciones, escribir sus letras, grabarlas y darlas a difusión, tomando datos acerca de cómo elaborar algo que les guste a todos porque se parece a cualquier cosa ya oída pero a nada en particular.

Desde hace algunos días, el lanzamiento de Anna Indiana (cuyas iniciales no por casualidad son A.I.) tiene en vilo a los distintos habitantes del planeta musical, desde los intérpretes hasta las plataformas de streaming, pasando por los sellos discográficos y hasta los propios consumidores. Nadie sabe muy bien si estamos ante un fraude inédito o si esto es apenas un atisbo de lo que vendrá. De tanto buscar un sonido que musicalice sin molestar, se ha terminado construyendo un Frankenstein que se retroalimenta con nuestros gustos y necesidades, como un espejo en el que jamás se verá reflejada la música real.

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