Presagios cumplidos con antelación
La serie “Black Mirror”, que arrancó en 2011 en la televisión británica y que desde 2016 se integra al menú de Netflix, se ha encargado de relevar el estado actual de la convivencia no siempre pacífica entre humanos y máquinas, con su foco en los peligros próximos que esos vínculos entrañan.
Algo más de un siglo pasó entre la publicación de “De la Tierra a la luna” de Julio Verne en 1865 y el alunizaje de la Apolo 11 en 1969, de la misma manera que no se sabe cuánto tiempo transcurrirá entre la aparición de las “Crónicas marcianas” de Ray Bradbury en 1950 y la colonización humana de Marte que se propone Elon Musk. Es decir que las predicciones fantasiosas de esos relatos literarios tuvieron tiempo de seguir siendo alimento para la imaginación de la gente antes de que las utopías en las que basaban su argumento se transformasen en realidad.
Y es que esa es la premisa sobre la que se basa el género de la ciencia ficción: plantear situaciones que aparentan ser utópicas para sus contemporáneos pero que en un remoto futuro cuentan con alguna chance de concretarse, a partir del desarrollo de los saberes científicos. Sobre todo a lo largo del siglo veinte, en el que el progreso había logrado que muchos de los sueños imposibles de la humanidad dejasen de ser un anhelo para ser algo tangible, abundaron los textos literarios y las películas donde los autores se atrevían a ir más allá de lo concebible.
Se consideró entonces que era más que natural ese fenómeno de concordancia, porque sin duda los avances tecnológicos constituían una característica esencial de esa época en que el mundo rebosaba de optimismo en cuanto al destino. Las guerras mundiales, con sus genocidios y sus bombas nucleares, alumbraron un coro de voces pesimistas que desde la literatura y el cine desafiaban la perspectiva de los entusiastas y denunciaban probables derivaciones no deseadas de la actividad de los científicos. Pero la prosperidad cimentada en la economía de mercado durante la posguerra y los logros de la carrera espacial, reflotaron la euforia de antaño.
La crisis del petróleo, la decadencia del estado benefactor, el espíritu apocalíptico propio del fin de siglo, el evidente cambio climático y la pesadilla del atentado a las Torres Gemelas, fueron produciendo una inversión rotunda en el ánimo general, que volvió a sumirse en la desesperanza. Sólo una cosa conseguía encender expectativas con respecto a lo que estaba por venir: las maravillas del mundo virtual y los cautivantes artefactos que se iban poniendo a nuestro alcance, bajo la promesa de que nuestra calidad de vida iba a mejorar gracias a ellos. Tanto nos insistieron con eso, que hoy ya son insustituibles.
La serie “Black Mirror”, que arrancó en 2011 en la televisión británica y que desde 2016 se integra al menú de Netflix, se ha encargado de relevar el estado actual de esa convivencia no siempre pacífica entre humanos y máquinas, con una mirada de alerta acerca de los peligros próximos que esos vínculos entrañan. Por eso, cada vez que se estrena una nueva temporada de esta tira de episodios unitarios (en este mes arrancó la sexta), se reflota la pertinencia de su enfoque y se abre una grieta entre quienes la aclaman y los que optan por detestarla.
Más allá de los saltos de calidad (que generalmente se verifican entre un capítulo y otro), lo que se advierte es una erosión en la capacidad que solía tener “Black Mirror” de asombrar a los espectadores. Por ejemplo, el segmento titulado “Joan Is Awful” que abre la flamante entrega, practica un ejercicio de humor negro sobre la aceptación de bases y condiciones de plataformas de streaming como el propio Netflix y juega con el tan manoseado concepto de multiverso. En su propuesta de anticiparse a los problemas que vendrán, la serie corre el riesgo de verse sobrepasada por un presente en el que no faltan los presagios distópicos.
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