Ni tan autoritarios ni tan permisivos
El filme “Los que se quedan”, de Alexander Payne, se remonta hasta 1970 para narrar una historia en la que los personajes centrales son un profesor implacable (Paul Giamatti) y un estudiante descarriado (Dominic Sessa), ambos con sobrados motivos para actuar como lo hacen en la ficción.
J.C. Maraddón
Si la revolución cultural de los años sesenta estaba siendo protagonizada por los jóvenes, era lógico que tanto las universidades como los colegios secundarios fuesen los ámbitos donde esas expresiones de rebeldía se hicieran notar y trajeran dolores de cabeza para las instituciones educativas. Entre otras cosas, lo que esas nuevas generaciones estaban cuestionando era a la autoridad, en especial cuando era ejercida de manera arbitraria, sin argumentos que convalidasen castigos o sanciones que, con el tiempo, en vez de convertirse en un lastre para los estudiantes pasaron a ser una medalla al mérito de haberse comportado de una manera inadecuada.
Escuelas que muy pocas veces eran mixtas, donde se vestían rigurosos uniformes y el castigo físico era aceptado como último recurso ante la desobediencia reiterada, eran el escenario donde se desarrollaban estas batallas entre un mundo antiguo que se resistía a perder vigencia y una nueva perspectiva más acorde a la modernidad. Esas chicas y esos chicos que adoraban a estrellas de rock y que modificaban su aspecto para parecerse a sus ídolos, eran conminados a guardar la compostura dentro de las aulas, más allá de que una vez traspuesto el portón del colegio se liberasen por completo de aquellas normas.
La filmografía sobre estas vicisitudes escolares es prolífica y tal vez el primer antecedente de un filme que se acerque a esta problemática haya que buscarlo en “Semilla de maldad”, de Richard Brooks, que tan lejos como en 1955 ya planteaba la encrucijada de qué hacer con los alumnos revoltosos. Desde entonces, varios han sido los largometrajes que han versado sobre las grietas que surcaron la superficie de una institución que, luego de haber cosechado el respeto de la sociedad durante un largo periodo, entró en una crisis de la que no logra emerger a pesar de que han transcurrido casi siete décadas.
De los filmes candidateados al Oscar que se ambientan en la pasada centuria, también hay que mencionar a uno que sitúa la acción en un instituto de Nueva Inglaterra a comienzos de los años setenta, luego de que el terremoto social del decenio anterior tornara caduca la férrea idiosincrasia que regía. “Los que se quedan”, de Alexander Payne, se remonta más de medio siglo hacia atrás para narrar una historia en la que los personajes centrales son un profesor implacable (Paul Giamatti) y un estudiante descarriado (Dominic Sessa), ambos con sobrados motivos para actuar de la manera en que lo hacen en la ficción.
Junto a la jefa de cocina (Da'Vine Joy Randolph), conformarán una tríada impensada que conquistará el corazón de los espectadores, aunque para hacerlo el argumento deba apelar a algunos golpes bajos muy efectivos. Las más que atinadas actuaciones (Giamatti y Randolph fueron nominados por la Academia de Hollywood), la fotografía primorosa y un esfuerzo encomiable por depositarnos en aquella realidad estadounidense de una época pretérita, terminan por configurar una obra digna de verse, en la que no faltan las lecciones de vida a las que son tan afectas esta clase de cintas.
Cómo armonizar sin que corra sangre las líneas de pensamiento y acción de personas que tienen tan poco en común, es el desafío que asume el director, como si además de confeccionar una película, tuviera que resolver un intríngulis al que los propios pedagogos temen abordar porque carecen de certezas. Lo curioso es que en la actualidad, avanzada la tercera década del siglo veintiuno, todavía se repiten situaciones como las que aparecen en “Los que se quedan”, en una especie de sinfín donde la solución autoritaria y la permisiva se suceden sin encontrarle una salida definitiva al problema.
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