Un abuelo no apto para ingenuos
La muerte de Alan Arkin, el actor encargado de interpretar un rol memorable en la película “Pequeña Miss Sunshine” -por el que ganó el único Oscar de su extensa carrera-, disparó el recuerdo de esa cinta que se animó a poner en escena una verdadera familia disfuncional.
J.C. Maraddón
Las comedias de la época dorada del cine hollywoodense no hacían sino trasladar a la pantalla ciertos modelos que se buscaba fijar en la sociedad, como una manera de sembrar el orden y de evitar que las cosas se descarriaran más allá de lo conveniente. En la mayoría de esas producciones se apuntaba a subrayar el valor de la familia como cimiento para el resto de las instituciones, a la vez que se equiparaba el respeto a los padres como una piedra basal para el acatamiento a la autoridad en general, a modo de prevención para una disidencia que pecara de inoportuna.
Por supuesto, esta construcción ideal tenía como fundamento el amor, más allá de que en la vida real ese sentimiento no fuese tan fácil de detectar, cuando aparecían chisporroteos en el matrimonio o cuando el trato dispensado a los hijos no era todo lo cariñoso que uno podría suponer. Aquellas historias proponían una mirada que aparentaba ser ingenua, pero que en concreto carecía de toda candidez, porque invitaba a conservar las formas más allá de que la procesión fuese por dentro. Los abusos de cualquier tipo debían ser tolerados en honor a ese núcleo social al que se le rendía culto.
Los años sesenta, en su rebelde caldo de cultivo, representaron también un cambio de rumbo en estos abordajes, que empezaron a permitirse reflejar otras tipologías más aferradas a lo cotidiano y menos dispuestas a dejarse llevar por el deber ser. Primero fue el cine arte el que se atrevió a dar la nota, en una tendencia a la que la fábrica de sueños tuvo que plegarse para no quedar fuera de esa ola de renovación que arrasaba con muchos de los preceptos antes dignos de un obedecimiento irreflexivo. Se abrió entonces un portal hacia esa infinita variedad de lazos filiales que se ven aquí y allá.
En 2001, la película “Los excéntricos Tenembaums” de Wes Anderson exploró esa temática con una intrepidez insólita, al presentar una familia disfuncional en la que un padre abandónico retorna después de muchos años alegando una enfermedad terminal, un suceso que dispara consecuencias desopilantes. En un tono absurdo no muy frecuente en el cine comercial, el filme puede ser hoy apreciado como una especie de bienvenida a la óptica del siglo veintiuno sobre esas relaciones de convivencia que han venido resistiendo al paso del tiempo, pero que ahora han ingresado en una etapa crítica.
Poco después, en 2006, se estrenó “Pequeña Miss Sunshine”, una road movie que sigue el trayecto de más de mil kilómetros de una caravana familiar que, a bordo de una combi, acompaña a una niña a participar de un concurso de belleza en California. El largometraje de Jonathan Dayton y Valerie Faris, que obtuvo críticas elogiosas por doquier, elevó a una escala aún más profunda ese enfoque divergente sobre un ítem que alguna vez había sido tabú y que por obra de paradigmas novedosos comenzaba a admitir una perspectiva crítica, que en este caso era ofrecida en un marco de humor y ternura.
Entre todos los personajes que aportan su cuota de locura a la historia, sobresale el del abuelo Edwin, veterano de guerra y adicto a la heroína, cuyo vínculo con la protagonista es de una cercanía conmovedora. La muerte de Alan Arkin, el actor encargado de interpretar ese rol por el que ganó el único Oscar de su extensa carrera, disparó el recuerdo de esa cinta que se animó a poner en escena sentimientos reales, en vez de plantear acciones con las que resulta muy poco factible identificarse, una práctica que ponía a la gente ante la sensación de que nunca estaría a la altura.
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