Caras y caretas cordobesas
Fotografías de huéspedes de Córdoba llevados a conocer el Dique, y textos de autores diversos que reflejan sus impresiones ante la enorme obra de ingeniería, expresaban el impacto del San Roque en la identidad de la época.
Por Víctor Ramés
Visitantes de paseo al Dique San Roque (Segunda parte)
Prosigue el panorama de personalidades visitantes quienes, desde fines del siglo diecinueve hasta la primera mitad del veinte, eran llevados hasta el Dique San Roque a conocer la magna obra de la que se sentían orgullosos los cordobeses. La revista Caras y Caretas solía mostrar fotografías que reflejaban esa parte de la ceremonia que se cumplía para agasajar a ministros, gobernadores, embajadores, figuras de las letras y otros ilustres huéspedes de la ciudad. Se podrá apreciar en las fotos aquí incluidas, al grupo que acompañaba a Hioki Eki Shogoi, representante diplomático del Japón desde 1910, quien visitó Córdoba en 1911. También al Ministro Italiano Comendador Cobianchi, quien llegó de visita oficial en 1914, y al escritor, historiador y diplomático brasileño Manoel de Oliveira Lima, en 1918. Este último fue autor del libro En la Argentina, publicado en 1920.
Dado que los breves textos de pie de fotos de la revista resultan insuficientes para extenderse en impresiones sobre visitas al Dique San Roque, es útil introducir referencias de otros visitantes que dejaron su testimonio sobre su encuentro con la grandiosa obra de Cassafouth y Bialet Massé. Aquí se escogen algunos.
Es interesante citar una composición literaria de un visitante argentino, el poeta catamarqueño Adán Quiroga, quien le dedicó un poema al dique cuando tuvo oportunidad de conocerlo, en 1892. Citamos unas líneas:
“Un campo ilimitado, que se mueve y trepida, como suelos que sufren paroxismos de vida; como convulsas tierras que sienten los fragores de un minuto de muerte, rodando los temblores. Surcan el horizonte, con vario movimiento, líneas y grupos de alas, como cosas del viento. Garzas, flamencos, cisnes, en un confuso vuelo, trazan largas elipses cuando bajan al suelo, y al deslizar sus formas de lanchas, se reflejan, y como rastro efímero glaucas be cortas dejan. Vocea el tren. Su grito no es áspero, es sonoro: a magestad de plata, vibrantes cuernas de oro, cual cumple al caballero de los ciclos feudales, rindiendo con sus trompas cien cánticos triunfales. (...) ¡Al Dique! ¡Salve ex aqua! — que el porvenir pregona de esta armoniosa y cara beldad sanavirona!”
Ya en la forma de crónica, el viajero catalán Frederic Rahola, que estuvo en Córdoba en 1903, dedicaba unas líneas a la gran obra. Próxima al fin de su visita a Córdoba, la delegación procedente de Barcelona se trasladó a Punilla a conocer la obra magna de la ingeniería local: el dique San Roque a la que Federico Rahola se refiere como “monumento romano, una de las obras de mampostería notables del mundo, quizás el embalse mayor de aguas existente”. En su libro “Sangre nueva”, Rahola describía el paisaje de las sierras próximas a la capital cordobesa.
“A las cinco y media de la mañana, en el ferrocarril Córdoba Noroeste, de vía angosta, salimos
para el Dique de San Roque, embolsamiento colosal del río Primero. (...) Al dominar el agua embalsada desde la estación San Roque, permanecimos asombrados. Se extiende ante nuestros ojos un lago entre montañas, bello y misterioso como una obra de la naturaleza, cuya grandiosidad hace dudar que pueda ser creación del hombre, a no estar allí el gigantesco dique de contención para atestiguarlo. Se realizó en tiempo de Juárez Celman, durante cuya Presidencia, si bien se tiró mucho dinero, se hicieron buenas cosas, siendo proyecto del Ingeniero argentino D. Carlos A. Casaffousth y obra del empresario constructor Dr. D. Juan Bialet Masset, catalán que honra a su tierra.”
Para continuar va una cita tomada de la propia Caras y Caretas, que publicaba en febrero de 1916 la siguiente impresión ante el dique del autor Héctor A. Bignone:
“Una vez al pie de las sierras, donde la mano del hombre ha ido abriendo paso al riel por entre angostos caminos, bordeando siempre el río Primero, no se sabe qué admirar. Si la magna obra de la naturaleza o la magna obra del hombre... El río, que se despeña aquí y que corre tranquilo más allá, los árboles, el cielo, las rocas enormes... 0 el tren que avanza lentamente por entre las sinuosidades de la montaña, el túnel, el dique Molet y el dique San Roque, que llenan el aire de una niebla húmeda y blanca... Sólo se piensa en mirar, mirarlo todo, mientras el tren avanza, avanza siempre...”.
Para finalizar, va una cita recogida de otra revista porteña: El Hogar, de 1930. Su autor es Cyro de Azevedo. Su título: “Agua y Sierras”.
“La pendiente suave permitía volver al tren, y a poco rodar de la locomotora, aligerada de algunos vagones, empezó a sentirse la música de la cascada.
Era el dique San Roque, el desquite del agua que sobre el muro ciclópeo rodaba espumajosa, cantando, gritando, con olas argentadas. Aquí deslizaba coqueta, rozando la piedra con suave murmullo, allí serpenteaba irisada, y al chocar contra la rampa saltaba en lluvia, que se incendiaba al sol, transformándose en piedras preciosas de un color fantástico. Finalmente, arrancando indómita, se estrellaba en el fondo de la garganta de montañas, hirviendo en borbollones, creando el río que partía atormentado en busca de la planicie. Del puente, sobre el murallón de donde brota la cascada, se veía el lago inmenso, descansando el espíritu y sosegando los ojos en la contemplación de su superficie desarrugada y pura. Agua serena y fresca, de un zafiro apagado en la penumbra de los morros; agua esplendente y viva, a reflejar cielo y cumbres, produciendo la ilusión extravagante de un firmamento al revés. El valle se abría en un anfiteatro y las sierras se apartaban vencidas, pues el agua venía hinchando, al sumir la tierra, en una extensión de tres leguas y con una profundidad de treinta y dos metros, Ahogaba todo, árboles y oteros, y al tropezar en su camino con una aldea, le inundó lentamente, de muro en muro, de casa en casa, cubriendo la iglesia y su torre, donde en las solitarias noches de luna, dríadas y náyades pueden repetir la leyenda de la campana sumergida.”
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