Caras y caretas cordobesas
La figura fundida en metal de don Rafael García, como alter ego suyo, era blanco del impulso revolucionario de los jóvenes reformistas, en 1918. Ese acto hizo bastante por el recuerdo del catedrático confesional.
Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
Las personas, las estatuas y sus símbolos (Segunda Parte)
La noche estaba fresca, no fría, el grupo organizado se dispuso en la plazoleta de esquina. Debían ser unos diez, al menos dos habían quedado a cargo de vigilar y avisar con chiflidos si se presentaba algún peligro. Todos se habían acostumbrado a la moneda corriente de la represión policial, con que las autoridades hacían saber cuáles eran los límites y quién tenía la fuerza. Los estudiantes habían observado la plazoleta frente a la iglesia de la Compañía, lo habían planeado todo. Era 14 de agosto de 1918. Se disponían a realizar una acción que era en sí misma un manifiesto. Traían consigo cuerdas gruesas y, sin demora, pusieron manos a la obra. Dos de los jóvenes, todos en sus trajes diarios, se treparon decididos al pedestal y amarraron las sogas con buenos nudos. Como en un torneo, comenzaron a cinchar todos a la vez y comprobaron el peso con que resistía la versión en metal del Dr. Rafael García. Habían designado a esa figura histórica de la universidad como enemigo simbólico y decidieron poner a hablar a la estatua, a decirle algo a la sociedad y a las autoridades, sobre quiénes desafiaban los límites y respondían con organización a la herencia vetusta de la Córdoba clerical. Y tiraban de la soga como si les fuera la vida y notaron que se movía en la cima del pedestal. Debía caer esa pieza de una mentalidad obsoleta, un académico cuyo ejemplo de positivismo era, a su manera, una opinión oficial hecha estatua. Dicha estatua se tambaleaba casi y los estudiantes seguían jalando la cuerda. Menos tratados y más poesía. Otro jalón y, abreviando el trámite, allí fue ese objeto parecido por fuera a un profesor fallecido treinta años atrás, y con el último tirón dio por tierra el símbolo, produciendo un sonido sordo y una vibración que devolvió la esquina como una queja del terreno. Consumado el vandálico gesto de sano espíritu juvenil y revolucionario, los autores huyeron en diversas direcciones.
Los pedestales y las libertades que faltan
Un mes después estallaría la Reforma y cincuenta años más tarde, Ismael Bordabehere, estudiante de Ingeniería y parte de la conducción de la Federación Universitaria de Córdoba durante la gesta reformista, junto a Horacio Valdés y Enrique Barros (también los tres cabecillas del atentado en la plazoleta de la Compañía), rememoraba que lo que hicieron aquella noche se proponía «ofrecer a la ciudad un pedestal para emplazar la estatua de Sarmiento, de Mitre o de Avellaneda». Treinta años antes y un rato después de ser derribada la estatua, regresaban a la plazoleta Antonio Molina, Horacio Valdés y Deodoro Roca, a recoger las sogas, poner de pie al viejo decano a metros del pedestal vacío, y dejar un cartel que lo decía todo: «En Córdoba sobran ídolos y faltan pedestales».
Por supuesto, aquella Córdoba que al día siguiente se encontró con el cuadro en la plazoleta, no miraba toda con simpatía lo ocurrido por la noche. Más bien, por esto, la reforma universitaria en sí misma apuntaba al pecho del abrumador aturdimiento de una ciudad sorda frente al cambio de los tiempos. Una comisión de damas concurrió a la plazoleta a llenar de ramos de flores la estatua del Dr. García, a quien pocos recordaban tal vez, pero que, víctima simbólica de un ataque, recobraba -quizá fuese el reflejo de las flores- color en sus mejillas de metal, sorprendida frente a las vueltas de la historia. Una enorme manifestación de estudiantes -sí, de estudiantes universitarios que no adherían a la reforma- se congregó en la plazoleta a hacer un acto reivindicando al ultrajado. Esto es lo que reflejaba, precisamente, la revista Caras y Caretas, semanario de los sábados, el 7 de septiembre de 1918.
Sus epígrafes apenas si rascaban la superficie de los hechos, pero conseguían encuadrar los testimonios gráficos. En el primero de ellos se veía una multitud de estudiantes reunidos en torno al pedestal. La fotografía no permite ver la ausencia de la estatua, pero en la imagen contigua se mostraba a la misma, de pie sobre el llano, con un ramo floral sostenido en el brazo derecho, su levita abierta, los dedos de la mano izquierda tensos en un gesto que no había llegado a decir nada en particular. Debajo de esa foto se leía: “La estatua del doctor Rafael García, momentos después que una comisión de damas la cubrió de flores.”
El epígrafe de los estudiantes fotografiados decía: “El señor R. Valdez, pronunciando su discurso en la manifestación organizada por los estudiantes, como acto de protesta por el derribamiento de la estatua del doctor García, de cuyo hecho se inculpan mutuamente las dos fracciones que intervienen en el conflicto universitario.”
Ciento diez años en la plazoleta
Lo cierto es que -cita Carlos Page a Efraín Bischoff- “el Comité Pro-Defensa de la Universidad, volvió el monumento al podio, en acto realizado poco después”. Así es que se repuso sobre el pedestal el Golem de Rafael García, cuyo nombre volvía a sonar para los cordobeses. No se puede cerrar diciendo que ahora sobraba un pedestal menos, pues los estudiantes reformistas habían acuñado una verdad tan poética como irrefutable en términos generales. El ensañamiento con el hombre retratado no era más que simbólico, y ahora volvía a dominar la plazoleta. También cuenta Carlos Page que “en 1949 la plazoleta fue reconstruida, ubicándose varios ‘palos borrachos’ que le brindaron un renovado carácter, además de construirse una amplia explanada y un nuevo pedestal para el monumento.”
En el año 2005 la Universidad Nacional de Córdoba suscribió un Convenio con la Municipalidad de Córdoba, por el cuál esta cedía “en calidad de préstamo a la Universidad por el término de dos años la estatua del Dr. Rafael García, obra del escultor Rómulo del Gobbo, para ser emplazada en el ámbito de la citada Unidad Académica, sito en calle Obispo Trejo N° 242”. Un siglo y diez años había permanecido don Rafael mirando sin ver la Compañía, para finalmente cruzarse al Rectorado.
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