Ecos de una lección musical
Se cumplen treinta años de una de esas fechas memorables de la historia cultural cordobesa, cuando King Crimson, banda ilustre del rock internacional, se presentó por única vez en la Sala de las Américas del Pabellón Argentina, en un espectáculo organizado por el Perro Emaides.
J.C. Maraddón
SI hablamos del rock progresivo que inundó las Islas Británicas entre fines de los sesenta y comienzos de los setenta, hay que mencionar al grupo King Crimson como uno de los exponentes más destacados de esa tendencia que pretendía elevar el rocanrol hacia las esferas de la alta cultura. Con la genialidad del guitarrista Robert Fripp como principal argumento, esta formación exploró desde un principio las fronteras del rock a través de composiciones de una complejidad inusitada que reflejaban el espíritu de la época y que se presentaban como una posibilidad hacia el futuro para ese género nacido apenas unos años antes.
Desde aquel concierto de 1969 en el Hyde Park de Londres, como soporte de un show al aire libre de los Rolling Stones, hasta la actualidad, King Crimson ha sostenido un plus de calidad que ha atravesado todas sus etapas, a medida que se iban sucediendo cambios en los integrantes y algún intervalo prolongado de por medio. El sonido característico del grupo lo ha paseado por climas de jazz, blues, folk y muchos otros estilos, sin perder su identidad, que casi siempre ha estado anclada en los caprichos creativos de Fripp, auténtico referente de esa tendencia rockera que procura romper todos los moldes.
Hacia comienzos de la década del ochenta, mientras los aires nuevaoleros refrescaban el panorama musical e impregnaban con su empuje a dinosaurios de la época progresiva como Yes o Genesis, King Crimson se recicló en otra de sus tantas versiones, con una soberbia reunión de instrumentistas. Adrian Belew en guitarra y voz, Tony Levin en bajo, el legendario Bill Bruford en batería y el propio Fripp en guitarra, conformaron una sólida propuesta que modernizaba el antiguo legado del grupo y lo insertaba en una nueva era, consiguiendo que otras camadas de seguidores se incorporasen a los fans preexistentes.
Tres álbumes publicados entre 1981 y 1984 dan cuenta de los méritos de aquel King Crimson ochentoso que dejó un recuerdo imborrable antes de esfumarse a mediados de ese decenio gobernado por la tiranía del pop rock. Más allá del esfuerzo de Robert Fripp por adaptarse a la coyuntura, era evidente que tan excelsas obras quedaban a destiempo en comparación con los hits lanzados por Michael Jackson, Madonna o Phil Collins, quienes presidían los charts e imponían un modo de hacer las cosas muy alejado de aquel rock experimental al que en algún momento se catalogó como la música del mañana.
Diez años después de esa deserción, a comienzos de 1994, Robert Fripp volvió a la carga y, algo raro en él, repitió los mismos miembros del último King Crimson, es decir, Belew, Levin y Bruford. Pero para satisfacer las ansias de rescatar elementos de cada uno de los periodos de su banda, sumó al guitarrista y bajista Trey Gunn y al baterista Pat Mastelotto, con la idea de montar un doble trío que pudiera abordar un repertorio por demás extenso, además de elaborar nuevo material que iba a ir apareciendo a lo largo de los noventa, con claros indicios de embeberse del floreciente rock industrial.
Los primeros pasos en público de ese King Crimson noventoso tuvieron un curioso debut en Argentina, donde en octubre de 1994 se escenificó una serie de conciertos que dejó pasmados a quienes tuvieron el privilegio de asistir. Una de esas fechas memorables ocurrió el 10 de octubre, cuando ese nombre ilustre del rock internacional se presentó por única vez en Córdoba, en la Sala de las Américas del Pabellón Argentina, en un espectáculo organizado por el Perro Emaides. Treinta años han pasado desde aquella noche y los ecos de esa lección musical pareciera que jamás van a disiparse.
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