Regreso y… ¿despedida?
Al tiempo que lanza dos singles y anuncia la salida de un nuevo álbum para el primer día de noviembre, la banda inglesa The Cure se prepara para una serie de actuaciones hacia fin de año que, según se especula, podrían ser las últimas de una carrera cuyo origen se remonta a 1976.
J.C. Maraddón
Unos 45 años atrás, las esquirlas del punk hicieron un desparramo en el panorama musical británico y conformaron una constelación sonora que brilló en la década del ochenta como una escena alternativa a la que se le encontró una faceta comercial digna de ser explotada. Mientras la punkitud fue vivida como un momento de exaltación visceral que alentaba a bailar pogo como una manera de descargar las energías contenidas, los gajos que se desprendieron de ese movimiento expusieron una paleta sonora multicolor, rica en atisbos experimentales que daban lugar a una corriente heterogénea pero dotada de una gran emotividad como denominador común.
Una camada de artistas tomó como herencia cierto espíritu nihilista y la preferencia por los sellos independientes como forma de mantener a salvo la esencia de su estilo. Tal vez el mayor aporte de estos músicos haya sido catalizar la tendencia a la melancolía que caracteriza a cierta etapa juvenil y plasmarla en letras que traducían esas sensaciones, además de apelar a un rasgo compositivo que se inclinaba hacia la oscuridad conceptual. Las vestimentas y los cortes de pelo adecuados a esa impronta, completaban un cuadro de época que sería adoptado como look por seguidores fieles en todo el planeta.
Subsumido bajo el rótulo de rock gótico por la prensa especializada, este movimiento convivió durante el decenio ochentoso con el apogeo del pop que se vivió en esos años. Aunque su palidez, sus ojeras y su preferencia por el negro contrastaban con las tonalidades usadas por los artistas de moda, no faltaron cruces entre ambos polos creativos, motorizados por quienes desde esa postura introspectiva y emocional, se atrevían a incursionar en la elaboración de melodías pegadizas y, casi contra su propia voluntad, terminaban publicando hits que sonaban en la radio y eran festejados por un público que no quería lágrimas sino más bien sonrisas.
Una de las bandas que frecuentó esta dualidad de registros fue The Cure, la formación inglesa liderada por Robert Smith, que luego de algunos álbumes tan oscuros como densos, en 1985 lanzó el disco “The Head On The Door” y fue recibida con los brazos abiertos por los musicalizadores de FM. Esa ambigüedad de su llegada a melómanos de extracción diversa derivó en un escándalo de grandes proporciones en 1987, cuando en su primera visita a la Argentina se produjeron desmanes en la cancha de Ferro que llevaron a temer por la integridad física de los músicos.
Desde aquella época en que se prefiguraba la conformación de la tribu de los emos que vendría varios años después, han ocurrido demasiadas cosas como para que The Cure se encuentre hoy más cerca de finalizar su trayectoria que de codearse con un presente muy distinto al de sus primeras andanzas. Aunque los acontecimientos que se suceden en la actualidad merecerían una banda sonora muy poco festiva, las preferencias juveniles van en otro sentido y quienes comulgan con la obra de los sobrevivientes del rock gótico son aquellos que incubaron su fanatismo en aquellas décadas ulteriores del siglo pasado.
Al mismo tiempo que lanza dos singles y anuncia la salida de su álbum "Songs of a Lost World" para el primer día de noviembre, después de un largo periodo de ausencia, The Cure se prepara para una serie de actuaciones hacia fin de año que, según se especula, podrían ser las últimas de una carrera cuyo origen se remonta a 1976. Quizás esta hipótesis sea apenas un truco de marketing para incentivar la asistencia a los conciertos, pero después de semejante recorrida que remite a cuando el punk aún estaba vivo, no es descabellado pensar que el inefable Robert Smith haya resuelto dar por concluido ese periplo.
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