
Este marzo tiende varios hilos hacia el centro de la presencia femenina desde el arte y la cultura. Una tarde de teatro, un puñado de buenas películas y otras acciones rituales.
La épica del hombre ocurrente, educado, galante y bon vivant del fin de siglo, se encarnó en la persona del cordobés “Payo” Roqué, y en su personaje cosmopolita y extravagante. Roqué llegó a codearse con la crema bohemia de París, justo antes de que cantara el gallo del 1900.
Cultura06 de enero de 2025Por Víctor Ramés
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¡Voilá, el “Payo” Roqué! (Primera Parte)
Cuando un tipo con dotes de charlatán de feria llega a ser un hombre educado, practica la finura, el savoir faire, viste bien y maneja con maestría las relaciones y los interlocutores, puede ascender a figura e incluso grabar su nombre en la historia. No son pocos logros, y una vez ubicado en las páginas correctas, se podrá hablar de él por generaciones, incentivando su memoria y sus anécdotas para interesar incluso a los recién salidos del cascarón.
Cuando el cordobés Miguel Juárez Celman, concuñado del prócer Julio A. Roca, asumió en 1886 como el décimo presidente de la República, se llevó con él a Buenos Aires a un íntimo amigo, otros dicen que pariente, no es imposible que el amigo le diera fe de su parentesco al propio mandatario. En lo que todos coinciden es en que era de buena cuna. Se fue, pues, de Córdoba, a mediados de los ochenta, el “Payo” Benjamín Roqué, lo que equivale a decir que “logramos” vender al mundo un personaje que tanto la capital porteña, como París y otras ciudades que recorrió, acabaron por comprar con una sonrisa. Esta figura posiblemente inconsistente en sus créditos reales, fue capaz de acumular títulos, de despertar afinidades, de atrapar con la conversación los círculos tanto intelectuales como políticos. El “Payo” Roqué coleccionó amistades en la literatura, en la nobleza, en la diplomacia, en la bohemia, en la política, en la vida alegre, en las correrías nocturnas, en los bailes y en los cabarets.
El “Payo” Roqué, fotografiado siempre de pelo y bigotes negros, en trajes a medida que acompañaban su indomable ser gordito y de galera, charlando, por ejemplo, de igual a igual (vestidos al unísono) con José Ingenieros, dicen que era rubio y que fue el propio Miguelito Juárez Celman quien le pegó lo de “payo”. Con José Ingenieros y con otros notables de época, ya sea en fotografía como en crónicas, que abundan. Y despierta tantos recuerdos, con decir que hasta Florencio Parravicini hizo de él en escena, que antes de ir al plato central, nuestro encuentro con “Caras y Caretas”, insertamos esta entrada de la pluma del maestrísimo Carlos Vega, musicólogo popular argentino notable. Vega, en Estudios para los Orígenes del Tango Argentino, refleja una nota aparecida en un diario porteño.
“En 1935 el diario Crítica entrevistó a Enrique Saborido, músico y bailarín de las primeras horas, buen testigo. Entre varias cosas contesta el entrevistado que se reunían en lo de Hansen y otras casas “los milongueros que con sus pantalones bombilla sabían hacer cortes y quebradas a los compases de los tangazos de antes. No pasaba noche sin que un botellazo o un tiro pusiera su nota de emoción en la fiesta”. Y añade: “no todos los concurrentes eran peleadores ni malandrines. Entre los que no faltaban a estas fiestas había grandes bailarines de tango que pertenecían a las familias porteñas de mayor abolengo”. “Todas las noches –agregaba el maestro– se amanecía haciendo firuletes en el piso Pepe Arredondo, Vicente Madero, Enrique Martínez de Hoz, el Payo Roqué, el teniente Blanco, el diputado Félix Rivas, Eduardo Avellaneda y muchos otros muchachos distinguidos”.
Toda una pintura de época (aproximadamente 1888-1890), aquel amanecer con el Payo sacándole viruta a la pista. Y entonces vamos a Caras y Caretas, el 19 de diciembre de 1903, donde un cronista que firmaba como Molécula finge encontrarlo en Buenos Aires, saludarse e iniciar un diálogo casual. Con ese marco, va la primera parte. Su título: «Le Retour» del Payo:
“—Adiós, Benjamín! Qué tal, hombre… y el Payo con la grata sorpresa de verle entre nosotros, diónos sendos abrazos; y por lo recio del apretón, lo abultado de pecho, lo mofletudo de la cara y el aire rozagante, nos apercibimos de que Roqué vuelve después de un par de años de ausencia, salvo, sano y satisfecho, que ya es mucho decir para un mortal cualquiera y suerte envidiada por centenares y centenares; y para envidia y vergüenza de los que no son felices porque no quieren, lo decimos y repetimos: nuestro hombre, porque es nuestro durante unas cuantas cuartillas, es un hombre feliz, que tiene camisa... Pero, vamos... sentémonos y charlemos.
—París....
—Ah! París? la grande ville!... Vds. disculpen, hablo el francés cantando: es que vengo de Córdoba y la tonadita se me ha pegado. Todo se me pega menos la gana de quedarme aquí. Me vuelvo a París. Allí se hace mejor vida. Esto va para atrás como....
—...el cangrejo ¿no?
—El cangrejo, justamente. Y vean: el cangrejo, los cangrejos, mejor dicho, son más sabrosos allá. Bien es cierto que todo es mejor. No hablo de las mujeres, que es artículo corriente y usual en todas partes y que como tal se produce más o menos bueno en todas partes también. En esa industria, han progresado casi parejas París, Buenos Aires y Rio de Janeiro, y digo Janeiro, Porque soy amigo íntimo de Santos Dumont y además tengo mis proyectos... ahí que me acuerde de Río. Pero fuera de las mujeres, todo es mejor. Basta con esto: allí nadie se emborracha.
—Se beberá agua.
—Agua? Otra que agua. El agua no existe en ninguna capital de Europa. No ven que el agua está contaminada de tristeza?
— Comprendido. Como corre tanto y ve tantas cosas durante su carrera.... usted no tomaría agua.
— Champagne, mis amigos, champagne. Lo decía porque allá todo es más puro. Aquí con la cuestión del cosmopolitismo todo está mezclado. Lo que sí, no saben apreciar nada en estas tierras. París, Londres, fueron un éxito para mí. No ve? ahí están aplaudiendo a un individuo que dice que silba.
—Y silba?
—No silba. Silba, sí silba como silba cualquiera... pero eso no es arte, ni es nada. Para silbar hay que tener gusto y muy buen oído. En Inglaterra, palabra de honor, he hecho llorar a lágrima viva a los ingleses silbándoles el God Save the Queen, el día que se murió la reina. Todos lloraban: hasta los niños de pecho.”
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