La baja participación y el riesgo de socavar la legitimidad

Los políticos y sus propuestas no llegan a una ciudadanía que está cansada de las promesas y elige la desconfianza.

Nacional01 de julio de 2025Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher 
¿Cuánta gente debe participar en una elección para que no pierda legitimidad? O sea, más allá de que los porcentajes en las elecciones se expresan sobre el total de votos válidos y eso contribuye a dar sensación de victoria, ¿qué porcentaje de gente tiene que ir a votar para que la elección siga siendo representativa de la voluntad popular a los ojos de la gente?
La nota en lo que va del año ha sido el bajo nivel de participación electoral, que prácticamente no ha pasado del 65% en ningún lado y que en muchos casos ha caído por debajo del 60% (como el domingo en Santa Fe, donde apenas votó el 52%). Si bien todas las elecciones han sido para el nivel provincial y municipal, algo pueden estar adelantando respecto a lo que cabe esperar para las elecciones nacionales. Lo único que podría llegar a alterar el panorama es que la estrategia de nacionalización de campañas locales parece aumentar el nivel de compromiso de los votantes, por lo que quizás en octubre la gente sienta ganas de refrendar el rendimiento del gobierno nacional y aumente la concurrencia.
La apatía electoral es un síntoma del agotamiento de un ciclo político y la falta de otro que llene el espacio. Si bien los libertarios hoy son los únicos que de algún modo proponen una idea de futuro, todavía ello no ha cristalizado en una máquina de ganar elecciones y construir relatos, una que consiga movilizar a la gente en medio de una ola polar. “Andá yendo que nosotros ya vamos”, parece ser la actitud de la gente que ha ganado en experiencia como para saber reconocer cuando le prometen cosas exageradas y se limita a acompañar aquellas cosas que le parecen más razonables.
Está situación obedece -pura y exclusivamente- a una clase dirigente que no sabe llegar a los votantes, sea reconociendo sus necesidades y sus frustraciones o para situarse en una posición de liderazgo. La mayoría de limita a arrear gente a los actos, convencida de que eso es una muestra de amor genuino. Esa clase de gente, lejos de la autocrítica, única todos los problemas en votantes demasiado brutos como para decodificar el mensaje.
Sin embargo, este último está bastante claro. Parafraseando a Marshall McLuhan (que dijo que “el medio es el mensaje”), en las elecciones el candidato es el mensaje”, por encima de los partidos, las acciones, los discursos o lo que fuere. Cada uno transmite algo que va más allá de los gestos y palabras, un encanto que acerca o aleja al triunfo.
Tal vez por eso es que la gente decide no ir a votar: no hay nadie que le genere suficiente interés como para movilizarse y votar. Va un ejemplo al respecto.
El domingo hubo elecciones municipales en Melincué, en el marco de las elecciones santafesinas. Allí triunfó Silvio Garbolino, un candidato muy particular. Acusado de defraudación, estuvo preso hasta el miércoles, cuando su abogado resolvió la garantía de la fianza y consiguió que salga en libertad. Es decir que el señor, con un prontuario importante, se llevó el favor de los vecinos. La trayectoria política del vencedor señala que hasta hace un tiempo militaba en el radicalismo (el mismo que llevó al progresista Pullaro a la gobernación) y el domingo fue elegido por La Libertad Avanza. Así, pasó del partido de la Franja Morada al del violeta libertario sin inmutarse. El candidato, independientemente de su “impresionante currículum”, le ganó al del oficialismo provincial. 
Hubo otra localidad, Aldao, donde la candidata más votada perdió contra el voto en blanco. Si bien fue candidata única, el hecho de que la mayoría de la gente se haya movilizado a las urnas para expresar que elige no darle un voto de confianza (casi el 53% de los votos) marca que no logró seducir a un voto por encima de la mitad, arrancando deslegitimada. Sobre el total de votos emitidos sacó un porcentaje más bajo que el bandido que estuvo preso hasta unos días antes de los comicios.
Estos insólitos resultados no pueden esconder una realidad preocupante, que es la baja participación en toda la provincia, con números por debajo del 50% en Rosario o en Santa Fe Capital. Quizás el hecho de que ya no se sabe qué partidos están compitiendo o cuáles son las propuestas reales de cada espacio contribuyan al resultado, pero se lo debe atribuir mayormente a qué el enojo respecto a la clase política se mantiene ahí, tan firme como hace dos años.
Lo más fácil es poner el foco en el votante y en su falta de compromiso, como si la representación no fuese una relación de dos vías. Si tomamos el caso de la elección esto es elocuente: ¿el problema es del 85% de la gente que decidió no ir a votar por el defensor del pueblo o de una clase dirigente que no consigue nombres que inspiren confianza a los ciudadanos para que se sientan representados? 
El riesgo de la falta de legitimidad es vaciar de sentido a la democracia. Aunque luego se pueda ir ganando el reconocimiento de la ciudadanía a través de la gestión (el caso emblemático es el de Juan Schiaretti, en ambos extremos de los resultados históricos de votos obtenidos por los gobernadores de Córdoba) no es fácil revertir la desconfianza, el enojo o el hastío de aquellos que prefieren quedarse en su casa a ver la tele o salir a buscar nieve a las sierras antes que responder a su deber cívico.
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