Discutir universidad para no hablar de educación

Todo el affaire por el ajuste a las universidades resuena por el silencio sobre las bases de la formación

Provincial 22 de abril de 2024 Javier Boher Javier Boher
2024-04-21-boher
Por Javier Boher
Hace rato que la educación en Argentina dejó de ser de calidad, pero nos gusta vivir del pasado y de las consignas. No hay dudas de que cualquier país que pretenda desarrollarse necesita de una fuerte inversión en educación y en ciencia, pero invertir no es lo mismo que gastar: yo me puedo comprar todos los libros, pero si los uso para acomodar la computadora con la que veo Netflix difícilmente saque algo positivo de ellos.
Hay, sin embargo, un núcleo de personas que milita a las universidades públicas con un fervor extraño. Son hinchas de la burocracia, de la rutina, de las costumbres y tradiciones, pero no del fin último para el que existe una universidad, que es generar profesionales que sean productivos para la sociedad. Pagar una carrera universitaria con dinero público que se le quita a otras áreas de la gestión, para que esa persona se vaya del país o se ponga a hacer malabares en un semáforo es totalmente inviable. Muy lindo el proyecto de vida, pero pagalo con la tuya.
Esos militantes de la burocracia la defienden como el monje defiende su monasterio, más por un estilo de vida que por una cuestión funcional o estructural. El saber ya salió del foco y lo importante pasa a ser lo accesorio, las rutinas sobre la esencia. Y ahí está la política.
Las universidades nacionales no se pudieron escapar de la misma lógica que el kirchnerismo usó para todo. A partir de una causa noble y de una idea valorada positivamente por la sociedad armó un profundo mecanismo de corrupción con el que se dedicó a aumentar su poder y a hacer ricas a algunas personas. 
El mecanismo siempre fue más o menos el mismo. Empezó haciendo pie en universidades jóvenes creadas durante el menemismo. También se dedicó a crear las propias o a financiar algunas privadas existentes y flojas de papeles. Se extendió a todas las universidades grandes por el discurso progresista con el que las universidades resistieron a los ajustes de los '90. Los alumnos y los docentes coincidían mayoritariamente con ese discurso, lo que facilitó el proceso.
Una vez con el poder, la plata de las universidades empezó a usarse para otras cosas. Obras de infraestructura sin licitación, actividades de extensión o de integración con organizaciones afines de la sociedad civil, financiamiento de obras audiovisuales por las que artistas militantes cobraron miles de dólares sin llegar a concretarlas. 
Esto fue posible por diversos motivos, pero principalmente por dos: primero, porque no había mecanismos de control claros y eficientes. Escudados en la autonomía universitaria se encargaron de que todo eso quede fuera del radar, a diferencia de lo que ocurre con las partidas que manejan los ministerios y que se deben comunicar a los ciudadanos si hay un pedido de acceso a la información pública. El segundo motivo es mucho más político: buena parte de la política opositora al kirchnerismo se benefició de este esquema. Ahí van radicales y trotskistas, que en las universidades tienen una vigencia que supera ampliamente lo que dicen las urnas en los comicios generales.
Nada de esto habilita el ajuste indiscriminado que hace el gobierno de Milei, que aplica la lógica de someter al enemigo. El látigo y la billetera que le elogiaban a Néstor, pero esta vez en contra. Le aplicó la misma receta a los gobernadores, que de a poco empezaron a declarar -de manera casi coordinada- que al presidente hay que darle herramientas, su que ellos no coincidan. Poderoso caballero es Don Dinero.
Así como debatir el aborto o cambiarle el nombre al Centro Cultural Kirchner no van a resolver los problemas económicos de quienes no llegan a fin de mes, desfinanciar a las universidades tampoco las va a hacer más transparentes y menos militantes, sino probablemente todo lo contrario. La épica victimista está grabada a fuego en este pueblo, que disfruta de las historias de mártires y sufrientes con las que se conmueve a más de uno.
Hace poco menos 20 años, mi papá -que era economista porque no lo dejaron estudiar sociología, pero tenía un ojo bastante afinado para la misma- me dijo que el kirchnerismo nos iba a terminar llevando a un país en el que los que habían ido a colegios públicos iban a tener que pagar universidad privada, mientras que los que habían pagado su escolaridad iban a ser los que más usaran la universidad pública. Hoy se ve con mucha más claridad que antes, aunque acá aparezcan los egresados del Monserrat o el Belgrano -hijos de profesionales- a decir que ellos fueron a una escuela pública, sin mencionar lo distinta que es a las escuelas a las que pueden ir los hijos de los peones rurales, los albañiles o los trabajadores informales en general. Deshonestidad intelectual al palo.
Hay que celebrar que la universidad pública se plante a defender un modelo de educación superior accesible a todos, aunque hace cuatro años muchos hayan avalado el cierre indefinido de escuelas y las burbujas por una decisión militante de bancar a un gobierno que se terminó yendo con un rechazo altísimo en gran medida por lo que hizo durante ese tiempo.
A la educación se la defiende todos los días, no solamente de los intentos de ajuste, sino también de los advenedizos que viven de la circulación opaca de fondos y de los cínicos que la ideologizan para apuntalar sus causas. Ojalá pudiéramos volver a tener la educación pública que nos dio tres premios Nobel de ciencias y no esta educación en la que la gente que va a los programas televisivos de preguntas y respuestas no se avergüenza de su ignorancia, pero parece muy difícil cuando se antepone la política partidaria a la verdadera función de las universidades.
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