Recuerdos de la tierra del mañana

J.C. Maraddón

En vez de concentrar sus esfuerzos en el presente, a partir de la utopía del progreso constante la humanidad se ha visto motivada a poner su foco en el futuro, que en otros tiempos era esperado con un optimismo sin límites. Y si bien hay cuestiones que deben preocuparnos sobre lo que vendrá, en especial lo vinculado a temas ambientales y demográficos, la necesidad de mirar hacia adelante ha sido desafiada muchas veces por la imposibilidad de prever con exactitud lo que va a pasar, con la consecuente proliferación de teorías anticipatorias que son desmentidas por la realidad a medida que se aproxima el momento en que deben cumplirse.

Como las fantasías acerca del mañana vienen desde hace mucho girando en torno a los avances tecnológicos, no sorprende que las perspectivas enunciadas por supuestos visionarios tuviesen relaciones con este tipo de deslumbramiento. Y novedades como  la masificación del uso de la inteligencia artificial parecieran corroborar esos pronósticos, aunque sigue siendo profunda la grieta que separa a los que observan eso como algo positivo de los que tienen una mirada mucho más pesimista. Diferencias aparte, todo indica que las máquinas ya están ocupando lugares que hasta no hace mucho correspondían a los humanos.

La cultura no podía quedar fuera de esta discusión y en la música siempre se consideró que los géneros afines a la electrónica estaban predestinados a reinar en el siglo veintiuno, cuando la centuria que estamos viviendo quedaba todavía muy lejana en el horizonte. Esa profecía empezó a cumplirse hacia los años noventa, porque productores y deejays comenzaron a destacarse por encima de los músicos propiamente dichos, desafiando lo que hasta entonces se entendía por “arte” y combinando el talento personal con la utilización de artefactos que permitían desarrollar nuevas técnicas de trabajo, cuyos resultados dejaban boquiabiertos a quienes los escuchaban.

Fue durante la década del dos mil que esas corrientes confluyeron con el pop para conformar una escena dominante, en la que los antes llamados pinchadiscos se transformaron en estrellas del espectáculo, como si de ellos dependiera la confirmación de aquellos antiguos vaticinios. A su dominio de las pistas de baile se le agregó una escalada en las listas de ventas, que obligó a muchos cantantes de moda a asociarse con DJs para ofrecer versiones más rítmicas de sus hits y para, en definitiva, plegarse a una tendencia a la que por esos años se consideraba el colmo de lo contemporáneo.

No resulta incoherente que en 2004 surgiera un festival llamado Tomorrowland (la tierra del mañana en inglés), cuya intención fue congregar a los amantes de la electrónica. Por supuesto, esa cita anual debía situarse en Europa, el continente que mejor había recibido a esas sonoridades; y más específicamente en Bélgica, epicentro de una región prolífica en nombres que brillaron en el firmamento de la música danzante. En paralelo a las ya establecidas convocatorias rockeras, este encuentro prometía desde su propio nombre encarnar una apuesta hacia un estilo cuya expansión tendía a ser inevitable a juzgar por su popularidad entre los jóvenes.

A 20 años de aquel debut, Tomorrowland está atravesando una nueva edición, que se inició el pasado fin de semana y que culminará el próximo, con la novedad de que sus alternativas pueden seguirse en tiempo real a través de una transmisión por YouTube. Sin embargo, como una cruel burla del destino, aquel evento que se enorgullecía de apuntar al futuro hoy presenta todos los rasgos de un acontecimiento que remite más bien hacia el pasado. Hacia esa época en que la electrónica se arrogaba el poder de señalar un rumbo único para un panorama musical que ahora la incluye apenas como una dirección más.