Que no se apague la pasión
La colorida programación que se distribuyó a lo largo de dos jornadas el fin de semana pasado en el Cosquín Rock, pinta mejor que cualquier otra cosa el resultado de la experiencia recogida desde que en el lejano verano de 2001, en la Plaza Próspero Molina, donde todo esto comenzó.
J.C. Maraddón
Los grandes eventos musicales a lo largo de la historia se han alimentado de un público joven, que esté dispuesto a soportar largas horas de pie para acercarse a sus ídolos, y que además sea capaz de bancarse las inclemencias del tiempo, tanto la lluvia, como el frío y el sol. Esos rigores se padecen por más que las comodidades con que cuentan los eventos multitudinarios en la actualidad son mejores en comparación con las condiciones en que desarrollaban las convocatorias allá por los años sesenta, setenta y ochenta, cuando la organización de tales espectáculos aún no se había industrializado.
Pero ocurrió que la juventud de aquellas décadas fue envejeciendo y los que asistían plenos de enjundia en ese entonces, hoy son aquejados por los achaques de la edad, que en algunos casos les impiden involucrarse en la mística festivalera como tal vez quisieran. Ha sido duro el trajín y no les resulta fácil ahora prenderse en ese ritual que les fuera tan cercano y del que en el presente apenas si pueden tomar parte como televidentes. Si fuera por esos sobrevivientes, la costumbre de los encuentros musicales al aire libre se caería por su propio peso; o si no, exigiría un contexto menos áspero.
La evolución que han experimentado los festivales responde a esta mutación en las audiencias, que deben renovarse sí o sí para que los emprendimientos sigan siendo rentables. Mucho mejor si los habitués que transitan la adultez persisten en su voluntad de comprar entradas, pero la premisa es que también sus hijos (o sus nietos) lo hagan, como requisito fundamental para que sigan batiéndose los récords de recaudación año tras año. Por eso, aquellos eventos que alguna vez fueron una aventura extrema, hoy son revestidos de un carácter familiar que incentiva la convivencia de las generaciones.
El Cosquín Rock no ha sido la excepción, como cita presencial de la música argentina que por lo pronto hace rato que abandonó su esencia rockera para montarse sobre una diversidad de estilos tan compleja como el mismo panorama sonoro que predomina en este tercer milenio. Tal cual sucede con los organismos vivos, esta celebración anual punillense sufrió cambios que fueron afectando lo artístico, pero que también se plasmaron en la logística y en una propuesta que, a la manera de sus pares del hemisferio norte, brindó espacio a otros atractivos como complemento de lo que transcurría sobre los distintos escenarios.
La colorida programación que se distribuyó a lo largo de dos jornadas el fin de semana pasado, pinta mejor que cualquier otra cosa el resultado de la experiencia recogida desde que en el lejano verano de 2001, en la Plaza Próspero Molina, el Perro Emaides y José Palazzo se largaron a la aventura de retomar el espíritu festivalero cordobés, que alguna vez había escrito su propia epopeya rockera. No han sido en vano las 25 ediciones que se han sucedido hasta la actualidad, porque han dejado recuerdos imborrables en muchos de los que en algún momento estuvieron allí.
Sin embargo, lo que sin duda mantiene vivo al Cosquín Rock es la pasión juvenil que sigue despertando y que lleva a miles de chicas y chicos a copar el predio de Santa María de Punilla, sin que las inclemencias climáticas ni el precio de los abonos sean un obstáculo insalvable. El festival puede prescindir de algunas figuras ilustres en su grilla, de algunos de sus socios fundadores, de algunos de los periodistas con asistencia perfecta a los que esta vez no se acreditó y de algún respeto por condiciones de trabajo básicas para quienes se desempeñan en el área de gastronomía. Lo que no se puede permitir es perder el contacto con esas nuevas generaciones que ni siquiera habían nacido cuando todo comenzó.
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