El silencio no convencional
En Glastonbury, uno de los festivales de mayor trascendencia en el planeta, la artista serbia Marina Abramovic, cuyas performances suelen despertar admiración en el ámbito cultural, se atrevió a apostar fuerte: subió al escenario el viernes pasado para hacer callar a cientos de miles de personas.
J.C. Maraddón
Concebir la música como una combinación de sonidos diversos fue uno de los grandes aportes del compositor y teórico francés Peter Schaeffer, quien en función de sus experimentaciones sentó las bases de una revolución artística que, desde fines de la década del cuarenta, fue desarrollándose en paralelo a esas vanguardias que sorprendían desde otros géneros. Se denominó música concreta a tales ensayos que rompían los paradigmas vigentes hasta ese momento, cuya persistencia había regido a lo largo de los siglos y que, más allá de estas curiosas experiencias, subyacen aún en la mayoría de las canciones que escuchamos por estos días.
De ese original planteo de Schaeffer derivó luego la música electroacústica, también con epicentro en Francia, donde apareció una generación de artistas que llevó adelante innovaciones profundas en lo que hasta entonces se había agrupado bajo la categoría de música clásica. Mientras las figuras populares combinaban estilos como el rhythm & blues y el country & western para dar origen al rocanrol, estos investigadores musicales se acoplaban al espíritu de la época desbordando con sus propuestas los estrictos límites que la alta cultura había fijado para que algo se aceptara como digno de ser interpretado en los teatros más prestigiosos del mundo.
La intersección entre esas dos corrientes, la experimental y la rockera, se produjo en 1968 cuando The Beatles, a la sazón la banda más famosa del planeta, incluyó en el disco conocido como “White Album” la pieza “Revolution 9”, que a lo largo de casi ocho minutos y medio presentaba una sucesión caótica de bucles de cintas, voces indefinidas, instrumentación aleatoria y efectos de toda clase. Elaborada por John Lennon según sugerencias de Yoko Ono, esta obra es una de las rarezas más controvertidas del repertorio beatle y trasluce una influencia notoria de esa escuela electroacústica nacida veinte años antes en Francia.
No es extraño que la composición haya sido incluida en el disco con el que los Beatles exponían una apertura mental por encima de sus lanzamientos precedentes. Tampoco debería llamar la atención que “Revolution 9” figure dentro de un álbum cuya tapa es completamente blanca, desafiando la tendencia de esos años de usar esas portadas como un elemento más de la imagen de los intérpretes. Si ellos que eran los campeones de la masividad se atrevían a hacer esas cosas, quedaba abierto el juego para que otros profundizaran esa veta sin por ello abandonar los márgenes del rock.
En nuestro presente, vivimos una etapa de consolidación de ciertos preceptos industriales que se fundamentan en el poder de lo virtual y de los algoritmos para unificar los gustos y así facilitar el trabajo del marketing. Se estudian y planifican las estrategias para multiplicar las reproducciones, sin siquiera pensar en una alteración radical de esas pautas, que conduzca en una dirección desconocida. Sólo aquellos que están fuera de los radares del negocio del entretenimiento pueden hoy jugarse la vida detrás de una idea desestabilizante, sin medir las consecuencias que una exploración de ese tipo podría llegar a acarrearles.
Sin embargo, en uno de los festivales de mayor trascendencia en el planeta, alguien se atrevió a apostar fuerte. La artista serbia Marina Abramovic, cuyas performances suelen despertar admiración en el ámbito del arte, subió al escenario de Glastonbury el viernes pasado y puso en escena sus “Siete minutos de silencio”, durante los que hizo callar a cientos de miles de personas que se preparaban para ver el show de la cantante PJ Harvey. Vestida como si fuera el símbolo de la paz, Abramovic cumplió su propósito de silenciar ese evento y propiciar una conexión humana sin palabras, sin ruidos, sin música convencional.
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