Milei propone plebiscitos, genera expectativas e incuba frustraciones

Los tiempos y caminos institucionales son muy distintos de los que imaginan los que creen en formas antidemocráticas de imponer políticas.

Nacional 16 de agosto de 2023 Javier Boher Javier Boher
2023-08-15-milei

Por Javier Boher

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Mis recuerdos de los gobiernos radicales son algo difusos. Para la hiper de Alfonsín tenía tres años, así que no sé si lo que se viene a mi mente es de ese año o de la Menem, la que habilitó la llegada de la convertibilidad. A De la Rúa no lo podría haber votado, porque me faltaba un lustro para estar en condiciones de hacerlo. Sin embargo, esa es la magia de los libros: podemos unir algunas sensaciones de lo que vivimos con lo efectivamente ocurrido.

Alfonsín y De la Rúa fueron víctimas del mismo problema. Aunque algunos sientan la tentación de decir que fueron víctimas del peronismo, en realidad fueron víctimas de no haber podido plasmar en su gestión aquello que habían prometido en la campaña.

Aunque el primero cumplió en el juicio a las juntas y en inaugurar la etapa de vida democrática más larga de nuestra historia, no cumplió con algo que resuena hasta el día de hoy: con la democracia no se comió, no se educó, ni se curó. A la distancia es lógico, porque una forma de gobierno no puede por sí sola resolver esas cuestiones, pero su optimismo le terminó costando caro. Las malas decisiones económicas lo obligaron a irse prematuramente de la Casa Rosada.

De la Rúa tuvo un problema similar. Su campaña implicó vender un producto imposible, el de la Convertibilidad con honestidad. La gente creyó que podía sostenerse el tipo de cambio atrasado y que los problemas económicos eran exclusivamente por la corrupción del menemismo. Finalmente la denuncia de coimas en el Senado tiró abajo la idea de honestidad que pretendió instalar el cordobés, que terminó por arrastrar también la paridad cambiaria con el dólar.

Este recorrido tiene que ver con la idea del exceso de expectativas en los votantes y su eventual transformación en una frustración colectiva. Sin ninguna duda hoy la gente se siente abandonada, al filo -sino dentro- de la pobreza y sin visión de futuro. En ese estado de vulnerabilidad, prometer un futuro a partir de la negación del orden actual puede resultar una estrategia tentadora, que además tiene altas chances de ser la ganadora. El problema con ello, sin embargo, es que puede resultar difícil cumplir con esas expectativas.

Javier Milei es un neófito de la política, un campo en el que los profesionales son fundamentales. El arte de moverse dentro de las instituciones republicanas consagradas en nuestra constitución y en nuestras leyes no es algo accesible a cualquiera, sino que se va perfeccionando de a poco, con el paso de los años, mientras se las recorre por dentro. Milei no sabe de ello, como dejó bien en claro con su burdo intento de cambiar su voto en dos proyectos de ley.

Esa incapacidad de entender el funcionamiento de las instituciones se traduce en una visión errada de la democracia, muy parecida a la que siempre esgrimió el peronismo y demás movimientos de raíz autoritaria: el que gana impone su voluntad, mientras el resto acata las órdenes del que ejerce el gobierno. Nunca hay que olvidar que las mayorías son contingentes y que los mismos que en 2011 sacaron el 54% de los votos y pidieron ir por todo hoy lloran contra el avance de la derecha porque arañaron la mitad de eso.

Esa idea de que el que gana tiene derecho a imponer un orden no existe en los hechos si no está acompañada por unas instituciones que vayan en la misma línea. Tras aquellas elecciones de 2011, el kirchnerismo quedó con mayoría propia en la Cámara de Diputados, con 130 miembros de una bancada que podía conseguir el apoyo de los alrededor de otros 40 diputados progresistas que había en el recinto, muchos de los cuales terminaron dentro del oficialismo. En el Senado, la bancada del kirchnerismo era de 38 miembros, seis más que los que se necesitan para el quórum. Tenía 14 gobernadores propios, pero había ocho peronismos provinciales, una gobernación progresista en Santa Fe y a Macri en CABA, la aldea gala de los antikirchneristas.

Entre 2011 y 2015 el gobierno de Cristina Fernández tuvo a su disposición prácticamente todo el poder público. Fue desde ese lugar de fortaleza política que pudo aventurarse a las más arriesgadas -y antidemocráticas- empresas.

Javier Milei no tiene nada de eso. No importa si se trata de dolarizar, de volver a penalizar el aborto, de suspender la ley de matrimonio igualitario o la ley de Educación Sexual Integral. No tendría los números ni siquiera ganando ampliamente la elección. En aquella elección de 2011, el kirchnerismo obtuvo 86 diputados y 16 senadores. Con esos números el mileísmo todavía se vería obligado a negociar. Y mucho.

La fórmula de convocar a plebiscitos o referéndums suena bien para conseguir votos, pero no se ajusta a la ley. El Congreso convoca a consulta popular, que no puede ser sobre temas vinculados a legislación penal, presupuesto, tratados internacionales, impuestos y reforma constitucional. Si el presidente decidiera convocar a una consulta no vinculante, el texto aprobado igualmente debería pasar por el Congreso para su aprobación final. Es una legislación a prueba de protodictadores, esos que creen que se pueden saltear las instituciones para imponer su voluntad, legitimada por los ciudadanos.

El pueblo nunca se equivoca, ni siquiera cuando lo hace. Los tiempos de cambio piden conservadurismo popular, en parte por la partidización de las demandas de ampliación de derechos: el kirchnerismo convirtió a eso en un rasgo identitario de su gobierno; la victoria cultural del libertarianismo es la demanda por derogar eso que debería ser de todos.

Afortunadamente, los tiempos institucionales son distintos a los de las turbas iracundas y a los líderes refundacionistas. Quizás allí esté la razón de las potenciales frustraciones futuras.

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