Periodistas, servicios y tuiteros

La pelea entre estos actores sigue más vigente que nunca, erosionando la confianza de la gente y poniendo en riesgo las libertades individuales

Nacional28 de mayo de 2025Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher 
Hace muchos años, probablemente más de una década, recuerdo haber leído una nota de Ernesto Tenembaum en la que se refería a un incidente en el subte en el que alguien lo tildó de tibio por no ser lo suficientemente crítico con el gobierno kirchnerista de aquel entonces. Palabras más, palabras menos, aquel que lo acusaba le dijo que era un tuitero -activo y muy crítico- que se defendía en el anonimato, porque no quería poner en riesgo su puesto de trabajo en una dependencia estatal. 
El balance de Tenembaum era muy acertado: ¿cómo puede ser que desde la seguridad del anonimato se acuse de tibio a alguien que pone su nombre y apellido en una nota y se arriesga a sufrir las consecuencias por ello? Sobran los ejemplos de los periodistas que se pronunciaron contra el kirchnerismo (con más énfasis que Tenembaum, también hay que decirlo) y debieron pelear contra la censura estatal o la autocensura de los medios que no querían ofender al poder. Hoy parece un recuerdo lejano, pero no pasó tanto tiempo de aquello.
Todo esto viene a cuenta de que algunos de nosotros usamos nuestra identidad como herramienta para sostener nuestras opiniones. Aunque en ocasiones el anonimato sea necesario para romper el cerco del autoritarismo, la mayoría de las veces es más fácil confiar en la palabra de alguien a quien le conocemos la cara o que no tiene problemas para mostrarse tal cual es. 
Las redes sociales han ido cambiando todo eso, mezclando en un plano democrático e igualitario a todos aquellos con ganas de opinar sobre la cosa pública. Periodistas de dilatada trayectoria deben convivir con tuiteros recién llegados al debate. Carreras cimentadas en años y años de constancia se contraponen a personas que en un par de meses consiguen notoriedad por su estilo desenfadado o su falta de filtros para decir las cosas. “La casta” de los periodistas se enfrenta a la voz de la gente común que encarnan los influencers, tuiteros o streamers.
Entre ambos grupos los límites no suelen estar claros, porque los usos y costumbres van cambiando y los códigos se van perdiendo. La corporación periodística se va debilitando ante el crecimiento de esta masa amorfa de nuevos líderes de opinión que la más de las veces proceden de manera inorgánica y caótica. 
Es por eso que muchos de los influencers empiezan a cruzar límites que antes eran impensados. La lógica del doxeo (recopilar y publicar información personal) sale del mundo del uso privado de las redes para convertirse en una forma de intervenir en el discurso público. Lo que empezó como una herramienta para revelar contrataciones de periodistas por parte del Estado (el famoso revoleo de sobres, aunque en formato monotributo) fue virando hacia ataques personales u hostigamiento a familiares o terceras personas que no tienen que ver con esas actividades.
El periodismo, que intentó mantenerse alejado de esto, de a poco empezó a sucumbir a la tentación de usar las mismas herramientas. Atacado desde distintos ángulos como una estrategia de descrédito por parte de los influencers cercanos al gobierno, finalmente el periodismo empezó a aplicar la misma lógica de revelar las identidades de los que se refugian en el anonimato y que también reciben pagos del Estado.
En la vorágine del enfrentamiento permanente empiezan a aparecer heridos que no tienen nada que ver con esas peleas en las que los servicios de inteligencia también juegan un papel importante. Espionaje, persecuciones, carpetazos, todo es válido en esa guerra sucia en la que se pretende destruir el prestigio y la credibilidad de algunas personas (en los dos bandos). 
El caso de Eduardo Feinmann exponiendo la dirección de una tuitera anónima es un caso que deja en evidencia los riesgos de meterse en esa dinámica, ya que la responsable de esa cuenta ni siquiera forma parte del “brazo armado” con el que el gobierno intenta doblegar a los que esbozan algún intento de crítica. Es, acaso, lo que buscan los que se esconden entre los miles de civiles que circulan por las redes sociales compartiendo memes, santos o fotos con poca ropa.
La corporación periodística está respondiendo a los permanentes ataques que el gobierno efectúa a través de sus satélites, aunque no termina de dar en la tecla respecto a las formas. Con cada respuesta mal dada se arriesga a quedar aún más desprestigiada frente a la opinión pública. Es como un ejército regular haciendo frente a un grupo terrorista que no quiere que se le apliquen las mismas reglas de la guerra que se le aplican a las guerrillas o fuerzas regulares. Sin saber de dónde vienen los ataques, sin poder distinguir a buenos de malos, sin certezas respecto a quiénes son combatientes y quiénes no, el periodismo se sabe amenazado por un nuevo orden de cosas en el que no termina de hacer pie.
Las fuerzas que responden a Santiago Caputo entienden esto y han aceitado sus mecanismos para aumentar la presión sobre periodistas y medios, influyendo de manera decisiva en la opinión pública y elevando el costo de opinar en sentido contrario a lo que quiere el gobierno. Aunque las formas puedan haber cambiado, esto último es tan viejo como la Argentina misma. Hace más de dos siglos Mariano Moreno dijo: “Si los pueblos no se ilustran, si no se divulgan sus derechos, si cada hombre no conoce lo que puede, vale, debe, nuevas ilusiones sucederán a las antiguas y será tal vez nuestra suerte cambiar de tiranos sin destruir la tiranía”. Cada uno que llega al poder se embriaga con la sensación de fuerza que transmite el aparato represivo del Estado. Defender la libertad individual frente a los abusos del poder organizado es un deber moral para evitar que triunfen los que pretenden acallar la disidencia. Sin tibiezas.
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