
El componente escénico domina la agenda, como un hechizo de la Córdoba teatral. De ningún modo todo lo actuado, nomás una selección que un dedo traza en el aire.
El descubrimiento, el culto y el disfrute de las empanadas criollas en el país excedía la localización cordobesa, y aquí se citan viejos momentos y reflexiones que visibilizaron el apreciado bocadillo nacional.
Cultura25 de junio de 2025Por Víctor Ramés
cordobers@gmail.com
Arraigo y tradición de la empanada cordobesa (Tercera parte)
Una buen número de citas le dieron expresión histórica a ese bocado irrecusable que es la empanada criolla argentina, una tradición culinaria de fuerte vigencia y de arraigada identidad nacional. Para empezar este capítulo del tema, se nos reaparece la figura de Sarmiento, siempre actuando y ejemplificando al país. Esta cita particular llega vinculada a su relación con el cordobés Martín Gil, un divulgador de la ciencia astronómica que hasta contaba con un telescopio instalado en el observatorio propio cuya cúpula se destacaba en su casa de Nueva Córdoba. El texto se refiere a la adolescencia de Martín Gil en su casa paterna, cuando la familia residía en Buenos Aires por haber asumido don Isaías Gil, ilustre jurisconsulto, como diputado nacional. De entonces (los años ochenta del siglo diecinueve) data la amistad del viejo expresidente con la familia Gil y su proximidad con Martincito, que entonces se destacaba más como un (también aficionado) guitarrista. Ya allá por 1886 ejecutaba gatos, zambas y estilos ante más de un ilustre auditor. Entre ellos, Sarmiento, que solía pedir al “joven Gil”, al final de uno de los almuerzos dominicales en casa del Dr. Isaías Gil, que trajese la guitarra y tocase algo, “pero nada más que cosas criollas, ¿eh?” El propio Martín Gil dedicó al recuerdo de esa relación un testimonio publicado en La Nación, en setiembre de 1939, con el título Sarmiento. Recuerdos íntimos. Allí relataba que el sanjuanino no faltaba ningún domingo a la casa del Dr. Isaías. Lo movía en buena parte su atracción por las empanadas criollas que hacía Dolores, la cocinera del Dr. Gil. “Unas empanadas enormes, doradas y jugosas que, al menor descuido, dejaban la marca en el mantel, en el traje, en la alfombra... Pero Sarmiento se envanecía de saber comerlas sin dejar caer una gota ni mancharse los dedos, y lo demostraba con ademanes de prestidigitador engulléndose una, dos, tres... siempre de las más grandes. Tras de cuya hazaña pantagruélica, reía jocundamente”.
Otro testimonio del fundamentalismo de las empanadas llevadas de la mano a la boca, como marcaba la tradición, aparecía citado en Caras y Caretas de diciembre de 1932, con la firma de Roberto J. Payró (quien había fallecido en 1928). Allí el escritor y periodista repasaba las “maneras de mesa” debidas a las empanadas, refería la presencia de empanadas en la cuisine française del noroeste argentino, y señalaba lo que entonces se veía como un proceso de extinción de platos criollos como la humita y los tamales (algo que hasta hoy no ha ocurrido). Se citan unos párrafos:
“NADA de tenedor ni de cuchillo. Hay que comer a mano la empanada, pues para que esté a punto es necesario que el interior rebose de caldo, de tal modo que para no derramarlo deba mantenerse verticalmente la pieza y morderla y beberla, como si fuera una taza comestible.
— Para que una empanada sea buena, tiene que chorrear el juguito por entre los dedos y hasta el codo — diría cualquier aficionado de buena cepa.
La empanada no se ataca sin desconfianza la primera vez que uno topa con ella, por su formidable aspecto, sugeridor de indigestiones; pero esa desconfianza trócase pronto en simpatía para el que aún no se halla atado a las pócimas digestivas y los estómagos artificiales. Tanto es así, que suele aparecer en las mesas más delicadas junto a los refinamientos de la cocina francesa: en un almuerzo que M. Clodomir Hilleret ofreció al ex ministro Frers en su palacete de Lules (Tucumán), figuraron unas empanadas de pollo, que casi obscurecían el resto del menú, confeccionado, sin embargo, a la alta escuela.
No les va en zaga, en cuanto a bien ganado renombre, la suave y apetitosa humita, en chala o en fuente, ese aromático guisado de maíz tierno, de choclo lechoso, rallado con todo su dulce jugo, que un día reinó sin competidores en ambas orillas del Plata y del Atlántico al Pacifico, pero que ahora se bate en retirada hacia el interior, quizá para caer destronado en sus mismas comarcas nativas, en estas tierras de Inti, cuyas piedras perforaron los quichuas para convertirlas en morteros... Es otro pedacito de costumbres nacionales que retrocede envuelto en la derrota de otras muchas cosas mejores. ¡Y miren que era buena la humita...!
(…)
Los tamales tienen aún gran boga en muchas villas y villorrios del interior, y en Chile suelen venderse fríos a los viajeros en las estaciones de ferrocarriles, así como se venden empanadas en muchas del norte argentino, donde las de ciertos pueblos y aldeas gozan de grandísima reputación y se consideran insuperables.”
No faltaron viajeros y viajeras extranjeras que tomaron contacto con el diseño y el sabor de la empanada sudamericana, como fue el caso del joven naturalista de origen norteamericano Ernest William White, fallecido muy temprano (a los 26 años) en Filadelfia. En su libro Cameos from the Silver-land (1882) refirió una comida de empanadas calientes en una plaza, a las que describe como “pasteles de carne cocida”. Otro tanto anotó la viajera inglesa Lady Ethel Gwendoline Moffatt Vincent en su libro de 1894 China to Peru over the Andes, al comer en su trayecto una sopa de diversos ingredientes seguida de unas empanadas, que traduce como “pasteles de hojaldre”, sin señalar el relleno. Ambas comidas, expresó la inglesa, acusaban un uso “liberal” del chile picante.
Años antes, en 1854, el francés Martin de Moussy, convocado por la Confederación para hacer una descripción del país, definía al gaucho por su costumbre de trabajar “mal y de mal grado” y “perezosamente”, considerando “un vaso de vino y sobre todo de caña, de vez en cuando una empanada [...] su regalo supremo, siempre que después tenga el placer de escuchar el rasguido de una guitarra...”.
El componente escénico domina la agenda, como un hechizo de la Córdoba teatral. De ningún modo todo lo actuado, nomás una selección que un dedo traza en el aire.
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