Caras y caretas cordobesas

Por Víctor Ramés
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San Vicente pintoresco de ranchos y casonas

El pintoresquismo surge como una atención dirigida a lo singular, a aquello que se distingue en un conjunto por su carácter original, no siempre pensado como una nota valiosa en sí misma, o excepcional, ya que también puede referirse a fenómenos modestos e incluso a falencias que despiertan ternura o piedad. Los viajeros supieron hallar a su paso un lugar, una práctica, un paisaje, un objeto “pintoresco”, en cierta medida como algo “exótico”, aunque esto último evoca más lo suntuoso, valorando lo propio de una cultura y una estética diferentes. 

Bajando al llano, nos encontramos con una página publicada por Caras y Caretas, en 1916, con una nota que podía haber sido escrita desde el tren que llegaba a Córdoba, titulada “Córdoba pintoresca - San Vicente”. El simpático pueblo cordobés al sur de la ciudad es abordado en la publicación como un lugar que concita mayor tradición en sus rancheríos, en escenas campestres que imagina o evoca, y las fotografías con que ilustra el texto están lejos de ser identitarias en sentido local: muestran un rancho de los que se encontraban en todas partes, o una calle de tierra que nada dice sobre ese pueblo, luego barrio-pueblo y, finalmente barrio, a secas. En el texto, el cronista aporta más cuadros rurales, vistos al pasar o evocados. Lo que sigue es su transcripción:

“Junto a las modernas construcciones alineadas en simétricas calles y avenidas, y como un brusco salto del actual progreso de la Capital a la antigua poesía de las aldeas formadas por ranchos de paja y barro diseminados en cualquier pedazo de terreno, húmedo, árido o abrupto, está San Vicente integrando el municipio de Córdoba y como guardando la vieja tradición del gaucho y sus costumbres.
Aunque también en la parte céntrica del pueblo existen construcciones que nada tienen que envidiar a las más cómodas, puede decirse que el verdadero San Vicente es ese núcleo de ranchos que ocupan una pequeña zona en las orillas del Río Primero.
Todo es ahí, en ese reducido mundo antiguo, una evocación de los tiempos del payador y de la taba. El tren, mientras va entrando a la estación con su chirrido de frenos, deja atrás ese grupo de ranchos que son así como la vanguardia de la ciudad que se divisa allá abajo en un inmenso conjunto de cúpulas y techos.
La ciudad divisada desde lejos no nos preocupa, pues que harto conocemos ya ese hacinamiento de casas; pero ese pequeño grupo de ranchos humildes, agrietados y ruinosos algunos, rodeados todos de espinosas tunas y con el patio bordeado de rústico alambrado, tiene tanto de pintoresco, recuerda tanto esa vida tranquila y placentera, que la vista ansiosa de abarcar todo lo que ve, se detiene como en un vuelo, ya sobre los ranchos, ya sobre el río, ya sobre los lejanos barrancos...
Allí, en un grupo de hombres sentados bajo el alero, con la pava al calor del fuego del brasero, pasa el mate de mano en mano, mientras los caballos atados a un poste cualquiera reciben pacientemente la caricia algo ardiente del sol . . . Más allá unas chinas arrodilladas al borde del río, lavan ropa en las aguas que corren lentas y tranquilas... Más lejos, encima de los barrancos, unos chiquilines descalzos remontan barriletes o juegan al football con una pelota de papel, gritando y gesticulando según el éxito de la partida que se libra reñidísima...
Y en esa rápida instantánea que el tren nos deja ver en su avance a la ciudad, no se sabe qué será mejor, si esos ranchos que se dejan o ese conjunto laberíntico que se ve más cercano cada vez.”

Lo que resulta de esa mirada es una vista lejana y parcial de ese pueblo vacacional fundado cuarenta años antes y que había visto una expansión veloz y concreta durante esas décadas transcurridas. Por supuesto, seguía siendo el viejo San Vicente, pero habían ocurrido muchos cambios del ambiente rural al suburbano, hasta 1916, en que Caras y Caretas le dedicaba esas líneas. San Vicente había cerrado el siglo XIX convertido en un lugar “de moda” para los visitantes, contenía viviendas suntuosas para los veraneantes y atraía como lugar para pasear. Haciendo un repaso desde sus comienzos, en 1873 había 351 habitantes ocupando 93 manzanas, y se destinaban 21 manzanas a cultivo. En 1879 el puente Maldonado reemplazó al vado existente y dio paso al tramway a caballo. En 1889 se instaló el Hipódromo en los altos, se multiplicaron industrias sencillas como cortaderos de ladrillos, carpinterías y tornerías. Su vida cultural contó con el Teatro Edén, desde 1887, y allí se realizaban los grandes corsos de carnaval. Entre 1888 y 1889 fue localizado el Cementerio y el Mercado Municipal Marcos Juárez. 

El diario Los Principios, cuando terminaba el siglo, en 1899 difundía las siguientes ventajas del lugar, 17 años antes de la evocación de Caras y Caretas:

“El movimiento de pasajeros en el tramway lo dice todo; opinamos que esta sola línea conduce más pasajeros que las otras dos juntas. Si se publicase la estadística se comprobaría la verdad. El aumento de su población firme y de la veraneante, es otra demostración de las ventajas de esta localidad; donde las quintas, el rio, sus caminos, el canal de riego, los mataderos públicos, las fábricas, el comercio, etc., dan comodidad y ocupación a varios cientos de individuos de diferentes sexos, edades y condiciones.
Las familias veraneantes encuentran todo lo que se necesita para la vida y no tienen necesidad, como en los lugares apartados de campo, de llevar provisiones para su despensa.
(…) Los paseos se hacen en carruajes, en el tramway, a caballo y a pie.
Los baños pueden tomarse en el río, que en la estación del verano aumenta su caudal de agua, y también en las mismas casas particulares, con el agua de la acequia o de los pozos que son muy bajos.”

Ni tan poco, ni tanto.