Tolerar a los imitadores

El humor político es una garantía de libertad y democracia, una herramienta para mantener a los gobiernos a raya, exponiendo sus lados flacos de la mejor manera posible.

Nacional 08 de septiembre de 2023 Javier Boher Javier Boher
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Por Javier Boher

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Hace unos días se conoció la noticia de que Fátima Florez, la frustrada novia de Javier Milei, va a participar en el Bailando por un Sueño de Marcelo Tinelli. Lo va a hacer representando a Patricia Bullrich en plena campaña electoral. La situación, lógicamente, despertó la suspicacia entre los más ácido analistas de la política y los medios.

Aunque el programa de Tinelli ya no es el fenómeno de 40 puntos diarios de antaño (con imágenes y debates replicados desde la mañana hasta la noche en hasta tres canales simultáneamente) sigue siendo un producto de los más consumidos en la televisión. El formato está desgastado, su audiencia está integrada mayoritariamente por señoras mayores que no saben usar la tecnología o por jóvenes y adolescentes en plena revolución hormonal, ávidos por ver cuerpos torneados.

Empezó allá lejos con el Gran Cuñado que ridiculizaba al gobierno de la Alianza -que debilitó aún más a un De la Rúa que se perdió a la salida del programa. Tuvo otro momento alto cuando el imitador de Francisco De Narváez popularizó el “Alica, Alicate” en las elecciones de 2009. Las malas lenguas dicen que el kirchnerismo puso mucha plata pare evitar que vuelva la política a la pantalla, incluso haciendo referencia a la vieja productora de Tinelli, Ideas del Sur.

Cuando se supo que oportunamente la imitadora iba a representar a una de las principales rivales del economista, nadie dudó de que Tinelli busca rating y viralización, pero que alguien busca algo más. Eso no es en absoluto objetable, por cuanto las figuras públicas deben estar dispuestas a ser ridiculizadas en los medios de comunicación. De eso se trata la libertad de expresión en una democracia, la confirmación en las prácticas de que no existe nada tan sagrado como para que no se pueda hacer humor a partir de ello.

Personalmente considero que el humor norteamericano es el mejor del mundo, no tanto por el contenido en sí, sino porque no tiene límites a la hora de reírse del poder. El famoso Saturday Night Live siempre tiene imitadores de políticos, que los exponen a partir de sus rasgos más absurdos. Recuerdo un sketch de MAD TV de Obama y Hillary a punto de tener relaciones sexuales, o a otro de John McCain en el que el imitador se reía de las secuelas de su cautiverio como prisionero de guerra en Vietnam. El poder de no ofenderse por ese tipo de bromas reside en el espectador, que puede elegir ver otra cosa y condenar esas expresiones a la marginalidad.

Fue en ese contexto de hablar sobre el oportunismo de Tinelli en el que salió el tema respecto a cómo se podrían tomar los candidatos a presidente el humor que se haga sobre ellos. ¿Cómo reaccionarían respecto a que la gente decida reírse de sus formas, sus modos o sus decisiones de gobierno? No estamos hablando del humor complaciente de imitadores que tratan de hacer sentir bien a la visita, como hemos visto a Massa o Milei en algunos programas, sino del humor ácido, corrosivo, que apunta a golpear a los políticos en donde más les duele, su vanidad.

El nivel general de crispación que se percibe en la sociedad, el nivel de adhesión ciega a ciertas consignas o el fanatismo que despiertan algunos políticos son claramente incompatibles con el humor, acaso uno de los rasgos culturales que le ha permitido a este país mantenerse cuerdo durante tantas crisis cíclicas. No hace falta tanta gente contándonos lo mal que estamos, siendo que todos vamos a hacer las compras o miramos dos veces antes de abrir la puerta por miedo a la inseguridad.

Los imitadores son una especie rara, ya que el hecho de que tengan esa capacidad extraordinaria de componer personajes similares al original no necesariamente termina de hacerlos creíbles. Hay toda una dimensión en la imitación que tiene que ver con una decodificación de las particularidades políticas del personaje en cuestión, porque no alcanza con que se vea o hable parecido, sino que lo que dice tiene que tener que ver con lo que cabría de esperar que saliera de la boca del político en un mal día.

El lugar común de la imitación de Bullrich es su supuesta propensión al consumo de bebidas espirituosas, así como también el costado marcial que desarrolló a partir del gobierno de Cambiemos. En las imitaciones de Florez no se ve mucho más que eso, aunque seguramente tendrían mucho más para explotar.

En el caso de Massa, es fácil imitarlo cuando muestra su costado de chanta porteño, entrador, risueño, carismático, que elige tutear a su interlocutor para tratar de generar simpatía. Le copiarán algún latiguillo, pero difícilmente lo compongan con las promesas grandilocuentes de este momento de ser ministro y candidato.

Javier Milei es una incógnita. Se ha ridiculizado mil veces a él mismo, aunque no se puede saber a ciencia cierta si se daba cuenta o era apenas un adulto con problemas de socialización, incapaz de darse cuenta de que la gente se reía de él. Sería interesante ver cómo podría reaccionar a chistes sobre su difunto perro o sobre su relación con su hermana, bastante más espinosos que componer un personaje gritón, con traje a rayas y cabellera peinada por la mano invisible del mercado.

Hay gente que acepta reírse de sí misma, pero hay otra que no soporta que otros señalen sus aspectos más ridículos o controversiales. Tampoco hace falta el acuerdo del imitado para componer el personaje. En V de Vendetta se ve una escena en la que el presentador del programa de TV más popular decide burlarse del Canciller, algo prohibido en un ficticio régimen autoritario inglés. Convencido de que no le va a pasar nada, finalmente las fuerzas de seguridad entran en la casa, lo golpean y lo secuestran. El mensaje de la historia está muy claro: no hay nada mas peligroso para un político que la va de infalible que la gente riéndose de todas esas veces en las que demuestra que no lo es.

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