Caras y caretas cordobesas

Prosigue la transcripción de un relato que le publicaba el semanario porteño al autor cordobés Julio Carri Pérez. Su don para recrear aspectos cotidianos aparecía en este texto, igual que en sus obras teatrales.

Cultura22 de octubre de 2025Víctor RamésVíctor Ramés
Carri Pérez mirando al escenario fine
El dramaturgo cordobés Jullio Carri Pérez, imaginado en el marco de un teatro.

Por Víctor Ramés
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Carri Pérez, el arte de captar su época (Segunda parte)

Tras esta honrosa publicación sobre Carri Pérez, no se encuentran en Caras y Caretas más menciones al autor cordobés. El relato publicado por el semanario destacaba una introducción sobre la ciudad, antes de continuar la anécdota. Se puede aprovechar el intervalo para absorber los elementos que enfatizaba en la Córdoba del siglo anterior Julio Carri Pérez, en su narración de 1916. El escenario de la “Tradición Cordobesa” destacaba “la bien puesta aristocracia de sus hogares solariegos”, y a la vez “el orgullo rancio de sus rancios pergaminos”; los campanarios, los gobiernos que duraban poco, los motines y asonadas, personajes revoltosos como Simón Luengo y Agenor Pacheco. Los “furibundos comentarios editoriales periodísticos”; la costumbre de la siesta, luego la rueda en el patio matero, la novena de uno u otro santo, y un abanico de tertulias que enumeraba en diversos barrios. 

Ahora sí, vamos al carozo de la anécdota, retomando la voz de Carri Pérez, para sumar a cuadro:

Y todo, desde luego, sometido a una cargazón de ignacianas, procesiones, rogativas, claustros, elecciones conventuales y tomas de hábito solemnes... Pero he aquí que hubo una vez quien se atreviera a emprender una obra de progreso. Daba pena contemplar desde los balcones del cabildo, la plaza abierta por sus cuatro costados y en la que pacían tranquilamente los caballos de la gendarmería, mientras ésta tomaba mate cocido en el amplio patio del cuartel.
Fue el jefe de policía quien concibió el luminoso proyecto. Una breve meditación decidió la magna obra.
La plaza se había hecho para solaz de las gentes y no de las bestias. ¿Cómo evitar que éstas tomaran un puesto que no les correspondía? Cercando la plaza. ¿Cómo cercarla? Rodeándola de una fuerte cadena de hierro, sostenida por postes distantes tres metros uno de otro y colocando, en sus cuatro esquinas, cruceros giratorios como los que aún se ven en algunas estaciones ferroviarias y plazas de campaña.
Y así lo hizo el edificante funcionario. La población entera festejó verbalmente, hasta agotar el vocabulario en uso, el ponderado adelanto, que suponía, de golpe y porrazo, un progreso digno de gestarse en largos años.
Mas no tardó en surgir un nuevo inconveniente, que ahuyentaba al público de la plaza, como en anteriores días lo hiciera la libertad de los caballos de la soldadesca. Los graves cordobeses que abandonaban las tertulias solariegas al escuchar al sereno el canto de las once, se tomaban también sus libertades junto a los erguidos postes de la plaza, que, con el uso y el abuso iban quedando imposibles...
El jefe de policía estaba desesperado: aquello era el fracaso ignominioso de su obra, que el creyó fuera a valerle en los futuros tiempos, por lo menos, el bautizo de la plaza con su nombre.
Un buen día se le presentó un ladino paisano del Pueblito, con cierto inconfundible aire de insolencia socarrona. Le traía nada menos que la fórmula salvadora de los postes, y por ende restauradora del prestigio de la plaza.
–Te doy cien pesos fuertes, si la receta es eficaz, díjole el jefe.
–Güeno, usía. Deme ya, ya, un tarro e pintura blanca y otro e pintura negra.
–¿Para qué?
–¡Oh po! El paqué me lo sé yo...
Azuzada la curiosidad del jefe con tan sospechosa reserva, no trepidó en entregar al paisano lo que éste exigía. Deseoso de comprobar personalmente los resultados de la misteriosa fórmula, el funcionario se situó aquella noche en lugar estratégico, dominando la plaza con la vista.
Poco después de las once, no tardaron en cruzarse los tertulianos de regreso, rumbo a sus respectivos domicilios. Como siempre, se arrimaron a los postes, pero, ¡oh sorpresa! – al intentar tomarse las libertades de costumbre, quedaban como paralizados, para llevar luego los dedos a la frente y santiguarse con fervor... ¡El astuto paisano había pintado de blanco los postes, y en cada costado de los mismos una gran cruz en color negro!
Y los graves doctores se alejaban, persignados de antemano, y murmurando las oraciones de cada noche.”

En suma, aun si la inocencia de la anécdota es simpática, el mayor interés lo aporta el autor con su capacidad para referir en unos trazos certeros algunas señas particulares de la capital cordobesa. Es el tipo de cosas que se le valoran también en sus piezas dramáticas, donde logró llevar a la escena la vida cotidiana y de señalar los focos, las articulaciones de la mentalidad cordobesa. O, mejor, de las mentalidades. Las que se rozaban y chispeaban, a veces producto de un salto generacional, otras veces -o simultáneamente- eran prejuicios de clase, religiosos, por títulos de doctor y artimañas del poder del funcionariado local para no perder sus privilegios.

Tal era, claramente, el caso en su obra Salamanca, referida a aquella culta ciudad universitaria española que se pretendía ver reflejada en Córdoba. El militante radical se dejaba ver entre los personajes, era el que pensaba lo correcto, el que enunciaba los principios para refundar la moral política. 

El estreno de la obra Salamanca había tenido lugar el año anterior al perfil de Caras y Caretas, por la compañía Mangiante Buschiazzo, en el Teatro Novedades de Córdoba, el día 11 de mayo de 1915. Una curiosidad digna de mención: en el elenco figuraban los padres del actor Pedrito Quartucci, Ángel Quartucci y Jacinta Diana, así como el propio niño actor, Pedrito, con 10 años, aparecía -sin textos- como “Un mensajero”. Sus padres se habían unido a la compañía Mangiante Buschiazzo ese mismo año. Dicho elenco repuso también Tierra firme, de Carri Pérez, en el Teatro Comedia de Córdoba, en junio de 1915, obra que había tenido su estreno por otra compañía en el Teatro Rivera Indarte, en 1913.

Julio Carri Pérez, por su parte, Falleció en 1938, tenía 44 años. 




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