Caras y caretas cordobesas

Llegados al momento traumático del relato de Joaquín V. González, en recuerdo de su maestro Jorge Poulson, vamos en busca de otras referencias sobre el profesor danés que se convirtió al catolicismo.

Cultura03 de noviembre de 2025Gabriel ÁbalosGabriel Ábalos
Lugones y alumnos del Monserrat
Leopoldo Lugones, foco de la ira de Jorge Poulson. Foto: alumnos del Monserrat en 1885, por Jorge Pilcher.

Por Víctor Ramés
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Recuerdos de un profesor converso (Tercera parte)

Continúan los recuerdos de Joaquín V. González de sus años de estudio en el Colegio Monserrat, publicados en Caras y Caretas en diciembre de 1920. Un episodio muestra cómo un motivo de orgullo para el joven estudiante de quince años, pasó a convertirse en un hecho traumático. Esto es lo que el escritor y político riojano sentía, cuatro décadas más tarde, al recordar el hecho:
“Todavía, a la distancia de cuarenta y dos años de aquel momento, me duele el alma al recordar la escena que sobrevino a mi inofensivo intento de realizar una cosa que excedía al deber reglamentario de la clase; y me hunde en amargas meditaciones sobre la naturaleza humana...”.

Anoticiados de esa amarga sensación que afectó largamente al riojano, retomamos el relato de aquella experiencia: 

“Al presentarle mi ejercicio, sentí un vago escalofrío y una indecisa emoción de temor. Don Jorge abrió el papel que yo le había entregado dobladito, como en una última coquetería, y al mirar las estrofas, alzó sus ojos cuan grandes eran hasta los míos, y con un acento de sorpresa que me pareció excesiva, me preguntó:
- ¿Qué es esto? ¿Son versos? ¿Has hecho tu traducción en verso?
Y como yo le contestase que sí, con todo el aire de la verdad, y entre avergonzado y gozoso,
él se puso a leer la composición en silencio, mientras la clase, quedada un momento quieta y suspensa de esa lectura, vibraba de impaciencia por salir a retozar por los corredores y patios (…). Yo seguía anhelante las impresiones en el rostro del profesor, y éste no ocultaba su creciente alegría a cada estrofa de las seis de que consta el poema; y así, cuando terminó de leer, después de fijar en mí una franca mirada de aprobación y cariño, dirigiéndose a los niños, les indicó con la mano que se sentasen, como para leerles mis versos; pero antes dijo unas breves palabras, como éstas:
-Les pido que se demoren un momento para escuchar la lectura de la composición que este
niño ha traducido en versos castellanos, realizando así una acción digna de aplauso, porque ha hecho por su propia iniciativa algo más que su obligación; y esto merece ser señalado como un ejemplo para sus compañeros».
Acabada su silenciosa lectura de ensayo, el profesor se transfiguró en un artista que va a recitar ante un gran público un pasaje de sensación, y visiblemente conmovido, aumentada su natural blancura con una palidez accidental, leyó en alta voz mis estrofas informes y vacilantes, pero con tal unción y sentimiento, como si todo el perfume de la rosa se hubiese vaciado en una melodía.
(…) Al concluir, su voz temblaba, su pecho respiraba con agitación, y podría asegurar que una tímida lágrima veló sus grandes pupilas celestes.
Fue en este instante de unción suprema, en que en el fondo de un cáliz de selección se mezclaban las nostalgias de una patria y de un culto lejanos con las inconfesadas glorias del maestro, cuando uno de nuestros compañeros, excelente estudiante, pero que tenía la vanidad de su posición en el curso, interrumpió el breve silencio del final, diciendo desde la primera fila de bancas que ocupaba:
- ¿Quién sabe si la traducción ha sido hecha por él?, indicándome a mí con el gesto, subrayado por un rictus cadavérico de odio y de envidia, que me heló la sangre, y provocó en el maestro una reacción tan violenta de indignación y de cólera, que desbordó todas las vallas de la palabra y de la acción. Abrió desmesuradamente los ojos, fijos sobre el interlocutor, y después de asestar tremendo puñetazo sobre la cátedra, que repercutió en las bóvedas seculares del viejo colegio, lanzó un grito que aun sacude de horror todo mi cuerpo y mi alma:
– ¡Miserable envidioso! Tú no eres digno de sentarte entre tus condiscípulos. Sal de mi presencia y no vuelvas más a esta clase...».
Todos nos dispersamos en silencio, cada uno por su razón interior. Don Jorge reunió nerviosamente en un puñado todos los papeles de la cátedra y salió sin saludar a nadie. Yo corrí a mi cuarto de estudiante pobre en la casa de huéspedes de allí cerca, me arrojé sobre mi cama, y lloré a mares, sin poder contener mi llanto...”

Dos cosas quedan resonando en el relato: en primer lugar, el carácter violento del profesor y, por otra parte, el destino del estudiante que fue su causa. Sobre lo último, logra Joaquín V. González averiguar, muchos años después, qué fue de su insidioso compañero jamás nombrado, a quien nunca volvió a ver:

“Nuestro condiscípulo, — de cuyo nombre haré lo posible para olvidarme, — quedó impresionado de tal modo por lo ocurrido después de la lectura de mi poesía, que cayó enfermo, y después de algún tiempo, complicado su mal con una afección hereditaria, perdió la razón, fue llevado a ocupar un sitio en uno de esos limbos donde van a extinguir su nebulosa vida los que se quedaron sin luz y por fin, para bien suyo y reposo y liberación de su alma atribulada, lo visitó la muerte.”

En cuanto a la furia del profesor y su intolerancia, hay pruebas del carácter irascible de Jorge Poulson. Efraín Bischoff, en su libro sobre Lugones, cita a un ex alumno que dejó su testimonio: "«A Mr. J.P. (Jorge Poulson), que era muy rabioso, le hacíamos poner furioso, introduciendo en el ojo de la cerradura de la puerta de su clase, basuras que impedían que ella fuese abierta». Y cuenta que un día el profesor se la agarró con Leopoldo: «Cogiéndole de una oreja, sacó Mister Poulson de la fila al demandado, lo llevó hasta casi darle con las narices en la cerradura y tras de un tirón retorcidito, le dijo marcando su entonación inglesa: -Tú echaste piedritas en el cerraduro, Lugones.»"

Ya terminado en su relato el perfil del profesor por Joaquín V. González, solo queda dedicar a Poulson lo que queda por recorrer, a partir de otras fuentes. 

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