Caras y Caretas cordobesas

Escritor de belleza costumbrista y gran observador del espacio celeste como astrónomo aficionado, Martín Gil fue un cordobés que obtuvo el interés de la mirada nacional en las tres primeras décadas del siglo veinte.

Cultura23 de enero de 2024Víctor RamésVíctor Ramés
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Una nota ilustrada de Martín Gil en el semanario porteño, y un retrato local del autor.

Por Víctor Ramés

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El hombre que escudriñaba las estrellas (1)

Martín Gil fue un cordobés insoslayable que desde fines del mil ochocientos y durante las tres primeras décadas del siglo veinte se destacó como escritor costumbrista y fue autor de cuatro libros publicados entre 1903 y 1912, impulsados por su destacada prosa que lo dio a conocer en Buenos Aires, dentro de ese género literario. La revista Caras y Caretas se ocupó más de una vez de su figura. Aficionado a la música -tocaba la guitarra-, también se destacó desde la segunda década del siglo como un intenso aficionado a la astronomía, ciencia que contribuyó a divulgar con su prosa, publicando varios libros sobre esta temática, y frecuentes artículos en reconocidos medios de la prensa gráfica del país y de Córdoba. En su casa de Nueva Córdoba, sobre la Avenida Argentina, construyó su propio observatorio astronómico, cuya cúpula llamaba la atención entre las construcciones de la actual avenida Irigoyen. Como serio estudioso de esa disciplina, y observador de los astros, sus conocimientos impusieron respeto y fue un hombre de consulta. En diarios de Córdoba aparecieron frecuentemente sus pronósticos meteorológicos, incluidos eclipses y movimientos sísmicos. Por su falta de titulación, nunca formó parte del Observatorio Astronómico fundado por Sarmiento -quien fue amigo de su familia y a quien Gil solía visitar cuando era un estudiante de colegio secundario y el ex presidente un anciano de pocas pulgas, en Buenos Aires-. Provenía de una familia de renombre y contribuyó con su labor a reafirmar su apellido, ya que a su fama literaria y a su renombre científico sumó una carrera política que lo llevó a ser ministro y legislador.

El artículo que a continuación reproducimos apareció en Caras y Caretas en diciembre de 1901, con una ilustración firmada por el artista Eusevi. Allí Martín Gil defendía las luces del pensamiento científico contra las limitaciones de la creencia religiosa, con simpatía y delicadeza para no ofender a lectores creyentes.
Como usted lo diga
Antes se creía que el pensar era algo así como un honesto pasatiempo de gente ociosa; algo que requería tanta energía como la necesaria para rascarse o para fumar, tendido de espalda, un buen cigarro. Pero hoy en día, gracias a la fisiología experimental, se sabe y se prueba matemáticamente, que el pensar con cierta intensidad, ocasiona un desgaste físico, por lo general, más intenso en igualdad de tiempo que el trabajo muscular.
Sólo después de conocer esta verdad científica, puede uno explicarse por qué, en general, es mucho más fácil y corriente creer que dudar. Naturalmente, para dudar, es menester raciocinar, discutir, comparar, es decir pensar, o, en otros términos, trabajar, y la humanidad fue siempre inclinada al dolce far niente; mientras que, para creer, así no más porque sí, basta tener buena voluntad, o más bien dicho, no tenerla, buenas tragaderas y buen estómago, a más de ser un ocioso por temperamento.
Si el lector no se opone, podríamos descartar la cuestión creencias religiosas, porque casualmente se basan en la fe, y fe «es confianza ante todo y sobre todo», como dice Unamuno: fidelis. fidelitas, confidere. Ahora, si el lector arruga la cara, que no las descarte, y sigamos en paz, que peor es pelearse.
Cuando en tiempo de los Borbones, –según dicen— fue nombrado el duque de Angulema gran maestre de la marina francesa, surgió de golpe una dificultad, y era que el señor Angulema se encontraba completamente disgustado con las matemáticas, al grado de no estar muy seguro de lo que era un triángulo.
Entonces se resolvió que el matemático más eminente de Francia instruyera al duque. Así se hizo, pero a las primeras de cambio el discípulo se empantanó de la manera más desastrosa, tanto, que ni con la palanca del gran sabio antiguo hubiera sido posible moverlo, si es que al sabio le daban el punto de apoyo que pedía.
Desesperado el gran profesor y viendo que predicaba a un poste -y supongo que sudando y bufando como un maquinista en verano - se dirigió al discípulo, más o menos en estos términos: «–¡Monseñor! Os juro que lo que trato de demostraros es la verdad.
–¡Pero, hombre! -exclamó el duque, abrazándolo: –¿por qué no me lo dijisteis antes? Así nos hubiéramos librado de tanto número y líneas y de fatiga tanta.»
De lo que se deduce que mejor es creer sin andar hurgando ni averiguando mucho… Con tal de que sea cierto.
MARTIN GIL. Córdoba.”

El escritor y astrónomo aficionado cordobés mereció admirativas páginas de su comprovinciano Arturo Capdevila en el libro Alma de Córdoba (1965), de donde extraemos unos pocos párrafos:
“Nunca será Martín Gil como un misántropo. Un disconforme, sí; un huraño, un zahareño, un intratable, no. Porque su alma es incapaz de aborrecimiento o de amargura tóxica. Incapaz de guerra perdurable. Siente, sin duda, el desabrimiento de la vida. (…) Martín Gil no buscó ni una torva soledad ni un hosco encierro en su torre. Silencio, sí. Libros, sí. Apartamiento con unos cuantos espíritus elegidos, también. Todo de suerte que no le hicieran cortejo las insignificancias, las vanas apariencias, las futilidades sin sentido. (…) Tiene además mucho espacio en sus libros para necesitar ruidosas anchuras de plaza pública. Mejor desdeñarlas. Lee buen castellano y mucho francés. Uno de sus grandes amores es Francia. Esta nación portentosa estaba dando con Flammarion por ese tiempo un bello ejemplo: el de aproximar el cielo a la tierra, merced a la difusión popular, en conveniente forma, de las necesarias noticias de la astronomía. El conocimiento del cielo, dicho en otras palabras, venía a ser colocado, gracias a la sensibilidad francesa, entre los incuestionables derechos y deberes del hombre. No otra cosa haría Martín Gil entre nosotros que proclamarlos. Pero, en verdad, haría mucho más. Buscaría manera de que entablaran fecundo diálogo su tierra y los cielos; es decir la tierra argentina y el cielo argentino.”

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