Una reivindicación tragicómica

J.C. Maraddón

En la mayoría de los relatos épicos que han pasado a la historia, aparece la figura del héroe (o la heroína) como aquel que traspasa sus propios límites y, en la búsqueda de alcanzar su objetivo, no trepida en llevar a cabo las hazañas más portentosas ni en desafiar a la adversidad. Son estas historias las que pueblan los principales títulos de la literatura clásica universal y, por ende, son las que subyacen detrás de muchas películas y series que han concitado la atención del público masivo y que han representado grandes éxitos de taquilla como consecuencia de ese atractivo fulminante.

Tal como sucede en El Quijote de Cervantes, esos protagonistas animados por el coraje y la templanza requieren siempre de un ayudante que los acompañe en su empresa y que les brinde apoyo material y espiritual cada vez que lo requieran, sin mayor ambición que compartir algo de la gloria que envuelve a aquel a quien deben fidelidad. Aunque desde un segundo plano y con aportes puntuales y en apariencia insignificantes, esos personajes secundarios realizan tareas imprescindibles para que la epopeya llegue a buen término, más allá de que esa colaboración suya reciba o no el correspondiente reconocimiento general.

Tal vez narraciones de este tipo son recibidas con beneplácito porque encuentran su equivalencia en la vida real, donde esta clase de duplas suelen ser frecuentes, sin que importe demasiado cuál sea la meta planteada. Por dar un ejemplo, se puede mencionar el de los músicos famosos, que cuentan con asistentes, productores y managers para ocuparse de asuntos que no competen directamente a la creación artística, pero sin los cuales ninguna carrera llegaría a buen término. Lo mismo pasa con dirigentes políticos que capturan los favores de los ciudadanos gracias a los consejos de un equipo de asesores especializados.

Para los jugadores de fútbol, además de los directores técnicos y los preparadores físicos, es normal descansar en el trabajo de los representantes, que son quienes toman las decisiones con respecto a la carrera de esos cracks que en este tiempo han sido ungidos de un aura heroica. En el trasfondo de una trayectoria deportiva descollante, suele encontrarse a alguno de estos gestores que actúan en las sombras y cuyos nombres suelen ser desconocidos para la opinión pública, aunque de ellos dependa la cotización de un futbolista, su continuidad en un club o su venta millonaria a una institución de primer nivel.

La serie “Coppola, el representante”, cuyos seis episodios se encuentran disponibles en Star+, opta por seguir los pasos de ese astuto empleado bancario que abandonó su puesto laboral para dedicarse a una actividad mucho más lucrativa: manejar la vida profesional de Diego Armando Maradona. En vez enfocarse en el astro mayor, que apenas si aparece en imágenes de archivo, el director Ariel Winograd se dedica de lleno a relevar la biografía de ese típico chanta argentino que, con su verborragia indomable, se ganó la voluntad de Maradona, de top models, de vedettes, de dirigentes deportivos y hasta de sus compañeros en la cárcel cuando le tocó ir a prisión.

Con Juan Minujín en el papel de Guillermo Coppola, esta producción abunda en recursos retro que recrean la atmósfera de los ochenta y los noventa, cuando el “Guillote” comandaba la cohorte maradoniana tanto en Nápoles como en los boliches más sofisticados de la noche porteña. De tal manera se entusiasma esta serie con las aventuras de Coppola, que termina redondeando un producto tragicómico, en el que el héroe aparece como sujeto tácito y en el que su ayudante habita el centro de la escena, en una versión romantizada que por sobre todo se propone reivindicarlo.