Lo descortés no quita lo anacrónico

Al programar en un lugar distinto y en un horario vespertino la entrega de los premios Gardel correspondientes a las categorías cuarteteras, CAPIF parece haber castigado a los intérpretes de ese género, tal vez bajo la suposición de que la audiencia de la ceremonia principal prefiere ver a otros artistas.

Cultura 03 de junio de 2024 J.C. Maraddón J.C. Maraddón
ilustra premio gardel

J.C. Maraddón

De ser un género cuya exclusiva propagación se circunscribía a la pampa gringa cordobesa, el cuarteto se desplazó hacia la capital provincial junto a la migración provocada por el arribo de las automotrices extranjeras que se radicaron en la ciudad de Córdoba y demandaron una cuota extra de mano de obra. Por eso puede fecharse en la segunda mitad de los años sesenta el periodo en que ese estilo se hizo fuerte en el contexto urbano, que iba a ser en definitiva el que lo consagraría como la música regional por excelencia, sin olvidar ese origen rural del que no reniega.

Una vez asentado en La Docta, el tunga tunga no sólo fascinó a los cordobeses nacidos y criados, sino que también llegó a oídos de muchos que convergían desde otras provincias para trabajar o estudiar en este lugar. A su regreso, o cuando volvían de visita a su terruño natal, ellos llevaban la buena nueva de la existencia de aquel ritmo danzante, que por esa vía se fue esparciendo más allá de los límites provinciales, sobre todo en el noroeste argentino, donde incluso empezaron a surgir exponentes locales que se encargaban de mantener encendida la llama del baile.

Entre fines de los setenta y comienzos de los ochenta, fueron los propios cordobeses los que abandonaron su patria chica para establecerse en el conurbano bonaerense, en busca de mejores posibilidades. Aunque en la mayoría de los casos no lograron incrementar su nivel de vida, fue en ese caldo de cultivo cultural del Gran Buenos Aires que el cuarteto encontró nuevos seguidores, quienes junto con los fanáticos de la cumbia dieron forma al circuito de la bailanta, cuyo crecimiento se hizo notar en la década del noventa, cuando copó medios de comunicación, clubes y demás salones de fiestas.

De esa colorida melange iba a surgir el Potro Rodrigo, encargado de que la cruzada cuartetera terminara imponiéndose en todo el país, gracias al carisma y la entrega de un cantante que, pese a morir muy joven, consiguió alcanzar la estatura de ídolo nacional. Sus canciones más conocidas también tuvieron repercusión fronteras afuera, lo que coronó un remate triunfal para esa parábola que se inició en las chacras del este cordobés y que por vía de Rodrigo obtuvo un pasaporte que le daba acceso a los mercados discográficos globales, tanto para él como para otros cultores del género.

A casi 24 años del fallecimiento de este músico impar, ese tunga tunga al que él tanto impulsó y defendió ha sufrido un acto discriminatorio que, por fuera de cualquier chauvinismo, merece un análisis que quizás exceda lo musical. Porque al programar en un lugar distinto y en un horario vespertino la entrega de los premios Gardel correspondientes (entre otras) a las categorías cuarteteras, CAPIF parece haber castigado a los intérpretes de esa corriente, tal vez bajo la suposición de que la audiencia de la ceremonia principal prefiere ver a otros artistas y no a los que practican ese estilo.

Quizás no sea suficiente haber emergido de ambientes marginales para, a fuerza de dedicación y enjundia, alcanzar hoy con sus cultores a un público que supera las cuestiones geográficas o los prejuicios de clase. Es probable que el cuarteto, que ha sabido sobreponerse a desprecios de toda laya, no le dé trascendencia a este gesto despectivo y prosiga con lo suyo, aportando no pocos ingresos al negocio del disco. Pero tamaña descortesía, que se ampara en la siempre útil excusa de que el tiempo es tirano, no deja de manifestar un sesgo anacrónico por parte de los organizadores.

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