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Caras y caretas cordobesas
La revista semanal porteña presentaba en 1913 el rescate de un texto de casi veinte años atrás, escrito por Lucio V. López y publicado en La Nación en 1894, el mismo año de la trágica muerte del autor.
Cultura05 de agosto de 2024Víctor RamésPor Víctor Ramés
Lucio V. López y la Córdoba de 1840 (Primera parte)
Las páginas del semanario traían en su número del 14 de junio de 1913 un curioso y a la vez valioso e interesante relato publicado originalmente en el diario La Nación en noviembre de 1894. “El salto de Azcochinga” estaba firmado por Lucio V. López y era una narración ambientada en la Córdoba urbana y en la serrana, en 1839. Recreaba un recuerdo transmitido por el padre del autor, don Vicente Fidel López, quien pasó una temporada en esta provincia ocultándose del brazo del rosismo, alojado en lo de su futuro suegro, Narciso Lozano, antes de huir a Chile donde se uniría a la labor educativa y periodística de Sarmiento. Con maestría, Lucio V. López (el tercer portador del nombre Vicente en la familia, como su padre, y su abuelo Vicente López y Planes) hacía suyos los recuerdos paternos y ofrecía pinceladas precisas, con especial cualidad para la descripción de los tipos y personajes cordobeses que ingresaban en su relato. Un ejemplo de esto es el gran retrato que presentaba de don Narciso Lozano, su abuelo materno. El protagonista de “El salto de Azcochinga” resulta ser un cuatrero de nombre Pancho Martínez, con el cual don Vicente tuvo ocasión de cruzarse durante una expedición serrana en la que iba de guía “un guaso lleva y trae de la casa de Lozano, apellidado Zuasnával”. Este último es un querible personaje del relato, un guaso serrano de ciento ochenta años atrás. El objetivo de la narración debía rematar con el final que brindaba una acción del cuatrero Martínez; sin embargo, el interés de esta nota no está puesto en el dramático desenlace, sino en el atractivo de la sustancia cordobesa que ofrece el relato en su cuerpo. Las citas que se harán del texto apuntan al entorno descriptivo y a la recreación de los lugares, fragmentos que se sostienen literariamente en sí mismos.
“Mi padre, que se había refugiado en Córdoba, a fines de 1839, me ha contado parte de esta verídica historia. Muy recomendado a la familia de don Narciso Lozano, con una de cuyas hijas se casó diez años después, dispuso del favor y de la consideración de mi abuelo materno que, desde la colonia, había ocupado puestos de responsabilidad en la administración pública y gozaba, como sus hermanos, don Cayetano y don Mariano, de grande estimación social en la vetusta capital de tierra adentro.”
Al aproximar la lente a esta historia, se interesaba Lucio, su autor, por lo que debía haber sido aquel encuentro entre su padre y quien sería su abuelo materno, dos personas encuadradas en veredas opuestas de la historia política reciente. El jefe de la familia Lozano “desde la colonia, había ocupado puestos de responsabilidad en la administración pública y gozaba (...) de grande estimación social en la vetusta capital de tierra adentro”. Para más datos, don Narciso “había sido oficial de las Arcas Reales y se mantenía testarudamente godo en sus tradiciones, en sus gustos y costumbres”. El joven Vicente Fidel, por su parte, “porteño, saturado de las influencias políticas y literarias de la Francia, camarada de Tejedor, de Alberdi, de Gutiérrez, de los dos Peña, y de tantos otros modernos que declamaban a Hugo, estudiaban a Lerminier y tarareaban a Rossini”, representaba al espíritu criollo y revolucionario del país que había depuesto al Antiguo Régimen. El autor no dudaba de que “el amor y el respeto limaron sin duda las asperezas de esa aproximación interesantísima”.
En ese marco, Lucio V. López traza una primer boceto -inspirado en Sarmiento- de la Córdoba en la que se refugió su padre de la “Santa Federación”:
“Mi padre hizo letras y conspiró en Córdoba, como todos sus compañeros de entonces. Pero huía frecuentemente de la ciudad, inundada por su río desbordado, caldeada por el sol africano al que le sirve de lente, enclavada en aquel hoyo en que Sarmiento la descubrió, en un crepúsculo, siguiendo la dirección que le marcaba entre los pastos el índice del guaso baqueano que lo traía de Cuyo. Probablemente, ya habla registrado todo aquel vasto monasterio, especie de Escorial indígena, mezcla informe, pero intensamente característica, de todos los estilos de las villas y ciudades de la América española, en las que se adivina la influencia de las imitaciones árabes, hasta en el blanco, frío e impávido paredón jesuítico y en la herrería abigarrada que adorna los balcones y portales de muchas viejas casas de Sevilla; curioso maridaje del gótico español y de la fábrica morisca; monacal, seco, ascético el uno, melancólica y tímida la otra, como abrumada por su torpe y pesado cautiverio, bastardeados ambos, peculiarmente en los pueblos del Alto Perú, en los mismos de Chile, por el artífice quichua, que ha puesto en todos estos frentes de iglesias y casas del otro siglo, algo de la ingenua y rudimentaria inspiración de aquellos tenaces y anónimos constructores.”
Completaba Lucio el panorama de la capital cordobesa como sigue:
“Córdoba, en el año 39, era una agrupación de iglesias, como lo seguirá siendo mientras el cosmopolitismo no la haga rebalsar en el Alto, con las construcciones barrocas y profanas que lo individualizan. En el centro, la catedral, con sus lomos de rinoceronte fabuloso y el cabildo insípido, que parece, como todos sus congéneres, la decoración obligada de la Plaza Mayor, destinada a las ejecuciones capitales. Dos cuadras más lejos, la Compañía con sus torres pardas, admirable como curiosidad sudamericana, en cuyos muros la cal mordiente de Malagueño ha unido lozas, ladrillos, bloques de granito y hasta enormes piedras, lamidas y redondeadas por la corriente secular del río. Al oeste, el paseo Sobremonte con inmenso estanque y su isla central de mampostería grecorromana, con que el viejo virrey quiso remedar, tan luego en la ciudad graduada in utroque, las maravillas de la corte de Versalles.”
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