Caras y caretas cordobesas
El hijo de Vicente Fidel López exponía en su relato “El salto de Azcochinga”, originalmente publicado en el diario La Nación en 1894, un fragmento cordobés de la historia del exilio rosista de su padre. “Caras” lo rescataba en 1913.
Cultura 07 de agosto de 2024 Gabriel ÁbalosPor Víctor Ramés
Lucio V. López y la Córdoba de 1840 (Segunda parte)
Lucio V. López trazaba un retrato de la ciudad aún monacal de 1840 donde se refugió su padre en el período rosista. y completaba el mismo con las siguientes palabras:
“Alrededor, en fin, de toda la población, el suburbio con sus habitantes pobres y sucios, sus casuchas de adobe o de piedra, y sus techos de paja; cavadas algunas en la greda viva del cerro, como las que se suelen ver todavía en Aragón; la familia harapienta que se reproduce allí en el hacinamiento bohemio en que vive, machacando las hembras, al aire libre, en el mortero de tala, el maíz de que se alimentan, trenzando holgazanamente tientos frescos los varones, pululando los niños desnudos en la zanja o en el matorral vecino de pitas y tunales, estiradas en el alero las láminas de charqui, parecidas a cuerpos de colosales murciélagos disecados; los atos de leña de arbustos genuinos de la tierra inculta, las cabras sueltas que triscan por doquier, devorando las míseras matas que germinan con pena, hasta las ropas lavadas tendidas sobre el cerco vivo de los cactus. Y todo aquel cuadro, saturado por el hedor característico a mugre, que se percibe al pasar, sin náusea, porque, como el dibujo y el color de ese medio animado en que hierven los seres, la ráfaga pesada que se desprende del arrabal, tiene algo del tufo que caracteriza a las aves silvestres, al que se hace luego con deleite la nariz de todo cazador de raza y la de todo artista, fino observador del detalle.
Así era, más o menos, la ciudad que mi padre abandonaba una tarde de verano con rumbo al norte, acompañado de un guaso lleva y trae de la casa de Lozano, apellidado Zuasnával...”. La aparición de este personaje introduce a un nuevo paisaje en el relato, ya que le servía de guía al padre de Lucio camino “creo que a la estancia de Ascochinga, cerca de Jesús María, a inmediaciones de la hermosa finca de La Paz”. Sobre ese trayecto aporta una descripción evocativa el autor. Se cuelan elementos del paisaje europeo:
“Quien no haya viajado en el interior, no puede formarse una idea del intenso colorido del paisaje y de las variedades de las escenas del camino. Hay cuadros que nos recuerdan los de la Biblia misma; los asnos cargando ánforas de tosca alfarería, llenas de vino, de arrope y de chicha; las tropillas de mulas con sus retobos de quesos y patay y otras menudencias empatilladas por mil guascas, y detrás el arriero, laxo y medio dormido sobre la cabalgadura, conducido por el instinto de las bestias, las piernas colgantes, la ojota mal amarrada al pie. Otros cuadros traen remotas reminiscencias de los que se ven al sur de Nápoles y en la Calabria; carros bajos, enclenques, repantigados sobre sus traseras, de ruedas macizas sin rayos, semejantes a grandes piedras de afilar, que ruedan gruñendo, y adentro, con actitud de animal religioso, ridículamente grave, un pollino, y en otros un grupo de cabras; vehículos diferentes, todos embrionarios, tirados por bueyes flacos y enanos, de astas descomunales, descendientes directos de las razas de la Mancha y Extremadura, en los tiempos de Don Quijote y de Gil Blas de Santillana; y, de cuando en cuando, la banda inmigratoria de santiagueños, nómades y avezados, envueltos en la nube de polvo que levantan sus cabalgaduras, y turbando el silencio solemne de la comarca con los gritos cadenciosos y melancólicos con que citan a las bestias rezagadas de su arreo.”
Y a esa ambientación eficaz le suma Lucio V. López elementos de la cultura popular y habladurías de pueblo provinciano, a través de la boca de Zuaznával:
“Contaba el guaso mil historias reales y fantásticas, compuestas todas de viejas y trilladas rutinas; hacía la chismografía doméstica de la Córdoba de entonces; quiénes eran los agentes, quienes los enemigos de los unitarios; las hablillas sociales, las rivalidades de familia, la influencia en ellas de los frailes, la historia de las Descalzas, las maravillas que confeccionaban los dedos de hadas de las monjas Teresas; las travesuras del capellán X con la fulanita; el último sermón del padre franciscano, sobre el Santísimo Sacramento; el pleito de aguas que le ganó el doctor a la familia de N.N. y cómo la amita tal, de la casa donde él se crió, era de fijo la hija del prior de la Orden; todo el estrado de Córdoba, con sus rasgos lucidos, y sus clarobscuros picantes, parecía como movido y removido por la lengua de aquel postillón vaciado en el mismo molde de los criados gárrulos de las comedias de Lope. Y cuando saliendo del terreno humano y vivo, entraba al de los cuentos extraordinarios, era de no terminar la historia de los aparecidos, de las luces fatuas y misteriosas que él había encontrado siempre en sus viajes continuados por la sierra, en la gruta de Mallín y arriba, en la parte superior de la muralla enhiesta.”
Tras sacarle el jugo, la sustancia cordobesa, al relato de Lucio V. López, restan unas últimas líneas. Unas bastarán para una sinopsis de la historia, la del cuatrero Pancho Peralta. Durante el viaje a Ascochinga, Vicente Fidel y Zuaznával tuvieron un encuentro con este personaje, que llevaba una tropilla de mulas robadas para vender en la Punta de San Luis. Zuaznával le advirtió que una patrulla le pisaba los talones, y el último tramo del relato revela como Pancho Peralta, rodeado por la partida que dirigía el coronel Perafán, toma una decisión casi suicida, y se arroja a caballo al precipicio sobre el río Ascochinga, pereciendo el animal y salvándose el cuatrero, quien logró huir a nado ante los ojos atónitos de los perseguidores.
Y ahora, para cierre, vale recordar el final del autor del relato. El año mismo de su publicación, original, 1894, apenas unos meses más tarde, Lucio V. López, intelectual nada ducho en el uso del revolver, cayó víctima de la bala de su contendiente, un coronel del ejército que lo había retado a duelo para limpiar un nombre sucio y corrupto, a quien el escritor había denunciado justicieramente. Contaba Lucio 46 años.
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