Citas musicales a ciegas
A instancias del formato que impuso el Lollapalooza, pareciera haber vuelto aquel encanto de concurrir a un festival para vivir una experiencia, pero a los organizadores ya no los fogonea el romanticismo ingenuo de los pioneros, sino el ansia de obtener rédito económico que inspira a cualquier inversor.
Cultura 26 de agosto de 2024 J.C. MaraddónJ.C. Maraddón
Como festival emblemático de rock, aquel primer Woodstock de 1969 selló un estilo de encuentros musicales que iba a perdurar a través de los años, más allá de los cambios que se han verificado dentro de ese género musical. Porque si bien la grilla de artistas que se dio cita en ese escenario campestre relevaba gran parte del panorama sonoro de su época, en realidad las cientos de miles de personas que asistieron a la convocatoria llegaban para formar parte de una comunión de almas que compartían una perspectiva de vida y no tanto por el fanatismo hacia determinada estrella rockera.
Ese espíritu hippie que animó aquel emprendimiento también es asimilable a otros festivales de la segunda mitad del siglo veinte, casi siempre organizados por empresarios dispuestos a correr riesgos, con tal de aportar a la causa. El pacifismo, el ambientalismo y la fraternidad podían más que los intereses económicos, aunque tampoco es que esos productores fuesen filántropos resignados a perder todo lo invertido. Consustanciados con los ideales de su generación, hacían malabarismos para que su aventura no derivase en una catástrofe de grandes proporciones y lidiaban con imponderables propios de un tiempo en el que la tecnología aún no les proveía demasiado respaldo.
En Argentina, casi en simultáneo el rock empezó a ser el eje de ese tipo de encuentros, con pretensiones que obviamente estaban por debajo del modelo anglosajón, pero que a escala se manejaban en idénticos términos. El BARock, por ejemplo, fue una iniciativa al aire libre que no podía negar la influencia del Woodstock estadounidense, porque por encima de la lista de nombres ilustres que salían a tocar, estaba la necesidad de juntarse de la comunidad rockera local, que sufría la discriminación de la gente común y de las fuerzas de seguridad por el largo de sus pelos y su poco afecto a la higiene personal.
Después, cuando la agenda festivalera se hizo más nutrida y se agitó la competencia, entraron a tallar las figuras anunciadas como elemento decisivo para el público a la hora de elegir a cuál de todas las fechas acudir, si es que por motivos económicos o de distancia había que ser selectivo. Y se echó mano a la presencia de números internacionales como espectáculo principal, para garantizar así un elemento desequilibrante que garantizase la preferencia mayoritaria. La incorporación del esponsoreo y la industrialización del rubro, asestaría un golpe fatal al viejo modelo de trabajo.
Lo insólito es que ahora, a instancias del formato que impuso el Lollapalooza, pareciera haber vuelto aquel encanto de concurrir a un festival para vivir una experiencia y no para presenciar un show determinado. La venta de tickets y abonos a ciegas, que era el sello distintivo de la franquicia de Perry Farrell, se ha extendido a otros, algo que podría llevar a creer que estamos otra vez en un momento de atrevidas utopías, tras cuya senda se amalgaman voluntades a las que no les importa demasiado quiénes van a salir a escena sino quiénes van a estar observando y escuchando.
Sin embargo, la motivación de ese auditorio dista mucho de la que tenían quienes convivieron en Woodstock hace 55 años bajo consignas de amor y paz. Esta vez es el divertimento en un parque temático lo que acumula espectadores, quienes saben que van a encontrar allí una oferta en la que lo musical es el componente principal, pero no el único. Y a los promotores de este negocio ya no los fogonea el romanticismo ingenuo de los pioneros, sino la natural ansia de obtener rédito económico que inspira a cualquier inversor, escudado detrás de ingeniosas estrategias de marketing.
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