La admiración por el cuarteto
En estos días, el grupo Chébere está celebrando el cincuentenario de su bautismo de fuego y los miembros de su alineación inicial se han mostrado orgullosos de una trayectoria que los ha llevado a un sitial de privilegio en la música regional cordobesa, a la que imprimieron una necesaria renovación.
J.C. Maraddón
En el accidentado periodo democrático que arrancó en la Argentina en 1973, la música de cuarteto alcanzó una popularidad que traspasó las clases sociales para convertirse en la banda de sonido de la diversión en todos los hogares. Aunque seguía siendo un género con el que se identificaban los barrios marginales, el ascenso social propiciado por el pujante sector de la industria automotriz que se había instalado en la ciudad, trasladó el fervor por el baile hacia un sector mucho más amplio de la población, en tanto la difusión intensiva por radio y televisión de las canciones más pegadizas completaba el cuadro.
Coincide ese momento con el establecimiento de una aristocracia cuartetera, a la que se denominaba “los cuatro grandes”, que era la encargada de liderar los rankings de venta y que siempre aparecía en primera fila en las preferencias de la gente. El Cuarteto Leo, el Cuarteto de Oro, Carlitos “Pueblo” Rolán y el Cuarteto Berna eran los principales animadores del programa “Fiesta de Cuartetos”, que se emitía los domingos al mediodía por Canal 12, un día y un horario privilegiados para la época, cuando la audiencia se concentraba en la tele mientras se desarrollaba el almuerzo dominical.
Por supuesto, esos intérpretes incursionaban en lo que se dio en llamar luego “cuarteto tradicional”, donde aún predominaban la instrumentación y los ritmos de la pampa gringa cordobesa. Piano, violín, acordeón y contrabajo todavía funcionaban como estructura básica de los grupos, mientras que asomaban algunas baterías y guitarras eléctricas como complementos, a partir del furor por el rocanrol desencadenado en esos años. Polkas, pasodobles y tarantelas no había dejado de operar como sustento para ese ritmo que, de a poco, empezaba a mirar hacia otros géneros en busca de inspiración, como por ejemplo lo fue en su momento la gaita venezolana.
Precisamente, con la mirada puesta en el mercado caribeño, músicos que en algunos casos habían revistado como integrantes de bandas de rock, resolvieron volcarse hacia el cuarteto y eligieron el nombre de Chébere para su formación, como una variante de la palabra “chévere” tan utilizada en aquellas regiones a las que aspiraban seducir con sus canciones. No llegó tan lejos en aquel entonces lo que hacían, pero comenzaron a ser conocidos en el circuito, siempre a la sombra de las figuras que dominaban el panorama local, aunque con una impronta diferente que con el tiempo iba a ser la que se impondría.
Eso iba a suceder recién en los inicios de los años ochenta, cuando Chébere potenció sus aspectos distintivos y se convirtió en una agrupación numerosa, que no dudaba en utilizar instrumentos no habituales en el cuarteto y que proponía arreglos que no se ajustaban a los parámetros originales sentados por la Leo. Desde la incorporación de los solos de guitarra hasta el énfasis puesto en la percusión y los vientos, Chébere ofrecía algo distinto que encajó justo con el ascenso del rock nacional en el gusto mayoritario: sus versiones de los hits rockeros invitaban a los jóvenes de otro palo a sumarse a la fiesta.
Por estos días, Chébere está celebrando el cincuentenario de su bautismo de fuego y los miembros de su alineación inicial se han mostrado orgullosos de una trayectoria que los ha llevado a un sitial de privilegio en la música regional cordobesa. Además de ser una verdadera escuela cuartetera de la que surgieron valores de fuste, el grupo se animó a desafiar lo establecido y amplió los límites que se había impuesto ese estilo bailado por los inmigrantes en el interior provincial. Con Chébere, el cuarteto ascendió varios peldaños y se afianzó como un fenómeno digno de admiración.
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