Cultura Por: J.C. Maraddón23 de julio de 2024

Estímulos de un mundo inocente

A sus 74 años, el prestigioso fotógrafo Juan Travnik vuelve a treparse a las calesitas de barrio para recuperar con su lente la mirada del niño que fue, en una muestra que quedó inaugurada hace pocos días en la Galería Fotográfica del café Le Dureau, con la presencia del autor.

J.C. Maraddón

Las vacaciones de julio, que en Córdoba concluyeron este fin de semana, han sido convertidas por la cultura del consumo en sinónimo de una diversión infantil que implica pagar onerosas entradas a entretenimientos diversos y comprar golosinas a mansalva, siempre y cuando se tenga el dinero suficiente para satisfacer esos requerimientos. Pareciera que no existe la posibilidad de encontrar otras vías de salida para los más pequeños, opciones que los extirpen de su adicción a las pantallas y que los devuelvan a las bondades del juego, como cuando no existían otros pasatiempos que no fuesen los ofrecidos por el universo de lo analógico.

La calle, las plazas y los baldíos, que hasta fines del siglo veinte eran el ámbito donde la niñez practicaba sus travesuras hasta el cansancio, se han tornado sitios peligrosos en los que no está bueno dejar a los hijos librados a su suerte, como sucedía en aquellos lejanos días ya pasados de moda. Aunque la maldad no sea un fenómeno novedoso, es indudable que ha incrementado su presencia en lugares a los que antes tenía reducido su acceso, lo que ha limitado el espacio del que chicos y chicas disponen para hacer de las suyas como corresponde a su edad.

No es que la oferta de esparcimiento online carezca de bemoles ni que falte gente malvada que aproveche ese medio para delinquir. Pero en apariencia se cree que allí las cosas están bajo control, con solo poner límites a la permanencia ante esos aparatos y regular a qué sitios y aplicaciones se les dará acceso a los menores. Así, todo transcurre en el marco hogareño y las salidas se concentran en alternativas que tienen su costo y que muchos deben circunscribir al mínimo para que los gastos no excedan el presupuesto familiar destinado para tales menesteres invernales.

Asociar directamente el juego con un negocio al que se debe acudir, deja fuera del espectro variantes como las hamacas, los toboganes o los subibajas, que a tantas generaciones brindaron y siguen brindando alegrías de una ingenuidad conmovedora. Y si bien para subirse a una calesita hay que sacar entrada, su valor suele ser no muy alto en comparación con la excitante e incomparable experiencia que depara en la primera infancia ese antiquísimo mecanismo. Dar vueltas arriba de esos caballitos, helicópteros o automóviles es algo que ningún niño podrá olvidar, más allá que vistos desde afuera esos giros no representen un asunto extraordinario.

A sus 74 años, el prestigioso fotógrafo Juan Travnik vuelve a treparse a esos artefactos lúdicos para recuperar con su lente la mirada del niño que fue, cuya capacidad de asombro ha cambiado pero no se ha perdido. Esas imágenes dan forma a la muestra “La calesita del barrio”, que fue inaugurada hace unos días en la Galería Fotográfica del café Le Dureau, en Independencia 180, donde permanecerá abierta al público hasta octubre. En la ocasión, el propio Travnik fue el encargado de detallar motivaciones, resultados y datos técnicos de un trabajo dirigido a emocionar a los espectadores.

El cuidado enfoque que el artista realiza de los elementos que constituyen el atractivo de esas calesitas barriales, no sólo permite apreciar de una manera distinta aquello que nuestros ojos han naturalizado de tanto haberlo visto en nuestra infancia y en la de nuestros hijos. Además, Juan Travnik aporta con su exposición una cuota de nostalgia por aquel mundo que alguna vez gozó de un abordaje pleno de candidez e inocencia, y que hoy convive en desventaja con los estímulos de las nuevas tecnologías, tan difíciles de dejar de lado para las infancias como para los adultos que caemos en sus garras.

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