Sonidos inmortales
La muerte de Quincy Jones, ocurrida el domingo pasado en Los Angeles a sus 91 años, ha provocado una honda conmoción en el ámbito de la música internacional, porque a lo largo de su extensa trayectoria fue influyendo en el desarrollo artístico que se iba verificando a su alrededor.
J.C. Maraddón
Es una experiencia fascinante desentrañar cómo los estilos musicales se van entrelazando y a la vez abren paso a nuevos formatos híbridos, sobre todo en el siglo veinte, cuando los géneros afroamericanos iniciaron un despegue más allá del gueto racial. Aunque parezca mentira, mixturas que empezaron a madurar hace más de cien años, continúan aún hoy procreando innovaciones, que muchas veces quedan ocultas detrás de los recursos tecnológicos, pero que con un mínimo esfuerzo de desmontaje dejan al descubierto sus raíces y remontan esos orígenes a las épocas en que recién arrancaban los registros fonográficos y, con ellos, se inauguraba el imperio de la industria musical.
Con el blues como piedra fundamental sobre la que se inició la construcción de la música moderna, aquel canto de trabajo que entonaban los esclavos decantó en una sonoridad de la que se proveyeron numerosas corrientes que vendrían después. El jazz, sin ir más lejos, es tributario de esa forma primal, a la que fue complejizando hasta llegar a los vericuetos del bebop en sus expresiones más avanzadas, para que luego vinieran experimentos que lo entremezclaron con la bossa nova, el rock y también la electrónica, aunque nunca faltaron los puristas que siguieron a rajatabla la tradición blusera.
Al insertar un toque de country en el rhythm & blues, los pioneros del rocanrol inventaron una rítmica que haría historia y abrieron la puerta para que jóvenes blancos se atrevieran a bailar, tocar y cantar esas canciones de un frenesí que hasta entonces les había sido vedado. Esa alquimia fue el origen de la mayoría de lo que hemos escuchado en los últimos setenta años y de esa fuente no sólo abrevó el rock, sino que también derivó la música pop que se iba a adueñar del mercado discográfico, con un pico de máxima popularidad allá por la década del ochenta.
Pero en ese camino iba a haber también sucesivas bifurcaciones, que en ciertos casos supondrían la revancha de los artistas afroamericanos, quienes encabezaron la marcha del soul, el funk y la disco music, cuya relevancia es extraordinaria si buscamos referencias para lo que suena en la actualidad. A grandes rasgos, de ese modo fueron evolucionando las manifestaciones musicales masivas, hasta desembocar en este siglo veintiuno en que se impone el revival y parece haberse clausurado la curiosidad por la innovación, en tanto se bucea en el pasado en busca de ideas ya probadas que puedan reciclarse.
Es en ese marco que la muerte de Quincy Jones, ocurrida el domingo pasado en Los Angeles a sus 91 años, ha provocado una honda conmoción en el ámbito de la música internacional, porque a lo largo de su trayectoria fue siguiendo ese desarrollo artístico que se iba verificando a su alrededor, como intérprete, compositor, arreglador y productor de toda una constelación de talentos. En lo que va de Frank Sinatra a Michael Jackson, pasando por Dizzy Gillespie y New Order, su carrera ha sembrado éxitos por doquier, a la vez que ha dejado enseñanzas a aquellos con los que le tocó compartir un estudio.
Pocas personas han logrado encarnar como él esas transformaciones musicales que atravesaron la segunda mitad del siglo veinte y que prolongan su vigencia en esta centuria sin que hasta el momento se vislumbre nada que amenace con alterar las aguas. Por eso, la figura de Quincy Jones se agiganta y traspasa los límites de las generaciones, porque haber trabajado con todo y con todos le otorga un lustre muy difícil de empardar. La posteridad hará honor a esa constancia de un hombre que supo estar en el lugar indicado y en el momento preciso, para teñir con su impronta sonidos inmortales.
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