Otro inútil taller docente

Una nueva fecha desperdiciada para cumplir con los caprichos de un ministerio que tiene que justificar los sueldos de una burocracia enorme

Nacional15 de mayo de 2025Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher 
Estoy sentado buscando tema y no termino de decidirme. Hay algo sobre inflación en baja o sobre la supuesta reforma migratoria que no es tal. Estaría bueno escribir algo ingenioso sobre la cumbiera santiagueña que importó ropa comprando por internet usando los datos de cinco gobernadores, pero no me sale. Solo puedo pensar en el taller docente que se desarrollará mientras el lector está metiéndose en esta nota. 
Hace muchos años, cuando se hablaba del éxito del modelo finlandés, lo que trataba de comunicar el responsable de las reformas era algo muy sencillo. Primero, que ellos no inventaron nada y que se dedicaron a copiar lo que funciona en otros lugares. Recuerdo, incluso, que decía que la universalidad del modelo sarmientino era una idea muy importante. Segundo, que era muy importante revalorizar el rol docente, permitiendo la formación y pagando bien por el trabajo. Tercero, que había que reducir la burocracia estatal, dando más libertad a las escuelas y generando recursos para sostener la educación pública. Todo, pero exactamente todo, acá se encara al revés.
Los talleres docentes se presentan ante la población como una instancia de formación para quienes están en el aula en los niveles inicial, primario y secundario. Se supone que nos sentamos a discutir mejoras para aumentar la efectividad de nuestros esfuerzos, pero tal cosa no es cierta. En la inmensa mayoría de las escuelas los talleres son una pérdida de tiempo, donde se tratan temas burocráticos sobre cómo hay que cumplir con los caprichos del ministro y sus esbirros, que creen que pueden reformular la educación desde un escritorio.
Nunca, jamás, la instancia sirve para que los docentes transmitan (transmitamos) las inquietudes a los responsables de la toma de decisiones. Nos piden “poner a circular la palabra”, dejarnos “interpelar” por los cambios sociales o “integrar la diversidad y la heterogeneidad” en el aula, pero ellos imponen su verdad desde la cúspide de una pirámide inaccesible para los plebeyos que dejamos el cuerpo ante 20, 30 o 50 alumnos que no quieren estar ahí porque sienten que pierden el tiempo. Eso que los chicos sienten es por algo.
Hoy el ministerio (acá en Córdoba y en otras latitudes) le pide a los docentes que hagan cosas para las que la escuela no está preparada y para las que ni siquiera se la pensó. Paso a explicarme.
La escuela es una institución homogeneizadora. Ofrece un único servicio al grueso de la población, lo que se logra poniendo a una única persona frente a un grupo de alumnos. 
Hoy se pide exactamente lo contrario. Los docentes deben entregar programas y planificaciones que luego deben servir de guía para adaptar los contenidos o el instrumento evaluativo a la realidad de cada chico. Deben hacer dos, tres o cuatro evaluaciones, contemplar adecuaciones de acceso o adecuaciones significativas, lidiando con maestras auxiliares, acompañantes terapéuticos o cualquier otro profesional o equipo que trabaje con los chicos. 
Además hay que tener en cuenta que si faltan a un examen no se les puede poner una mala nota, sino que hay que tomarle de nuevo. Si les va mal, dos recuperatorios. Así, hoy piden entre cuatro y ocho unidades, para las que debería haber al menos un examen y dos recuperatorios, lo que nos dan (en el mejor se los casos) 12 instancias de evaluación entre pruebas y recuperatorios. Algunos docentes tenemos más o menos 35 clases en el año, por lo que deberíamos dedicar un tercio a evaluar, y encima de manera personalizada. ¿Cuándo se enseña?¿Cuándo aprenden?
Esa situación puede parecer mucho menos grave para una maestra que lo tiene más o menos 180 días en el año, pero para docentes que trabajan en más de una escuela (tuve un compañero que trabajaba en siete escuelas distintas) y tienen más de 300 alumnos, prestar atención a todo eso que pide el ministerio es imposible.
Claramente las cosas no funcionan. Los docentes están enojados, pero no tienen de qué manera expresarlo. Los paros no sirven para nada, solo para seguir perjudicando a chicos con graves problemas de aprendizaje, que no llegan a niveles básicos ni en el secundario (que veo cada día en cosas como que no saben que Javier se escribe con jota y no con ge, por ejemplo). Los sindicatos se sientan a la mesa de los políticos y todos hacen de cuenta que les importa la educación, hasta que acomodan a su gente en algún rincón poco visible de esa enorme maquinaria burocrática que existe para que nada cambie.
Un amigo que trabaja en una organización educativa muy grande una vez me dijo que ahí estaba todo armado para que nunca nadie tenga la culpa y para que las cosas se diluyan en esa maraña de irresponsabilidades. Todos replican el exitoso modelo del ministerio de educación. 
Los docentes peleamos en soledad, con directores, inspectores y cuánto cargo haya en el medio que solo se limita a preguntarle a uno que está más arriba qué hay que hacer. Cuando vuelve la respuesta, el problema ya no está, ya cambió o incluso se profundizó. Todo llega mal y a destiempo.
No hay respuestas convincentes o medianamente fundamentadas para nada sobre lo que se viene con la inteligencia artificial, por ejemplo, en una escuela que todavía no puede procesar el terriblemente dañino efecto del smartphone.
El año pasado hablaba con un ex docente que me dijo que había dejado su trabajo en una escuela para dedicarse a enseñar a sus hijos. Nadie que tenga la vocación quiere dejar de enseñar, pero quiere estar en un lugar en el que lo dejen hacerlo.
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