Caras y caretas cordobesas

Documentos periodísticos y otras fuentes atraen la atención a la Penitenciaría de barrio San Martín en 1900 y en 1912. Hoy monumento histórico, el establecimiento carcelario tuvo su cierre definitivo en 2015.

Cultura28 de julio de 2025Redacción AlfilRedacción Alfil
Ilustracion Córdobers del lunes 28 de Julio

Por Víctor Ramés
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Lugares de los que solo se quiere salir (Primera parte)

Desde la cárcel de detenidos que, desde 1868, ocupaba el antiguo local de la Casa de Moneda sobre la avenida Vélez Sarsfield, fueron trasladados en 1895 sus reclusos a algunos pabellones recién construidos de la Penitenciaría, en Barrio San Martín. La decisión fue forzada por una epidemia de cólera que en el anterior emplazamiento representaba un riesgo criminal, dado que la cárcel disponía de tres calabozos, en cada uno de los cuales cabían veinte personas. apretadas, más seis celdillas individuales. Dos tercios de las personas detenidas sobraban, en los patios o bajo los aleros, en verano e invierno. El nuevo destino, la cárcel penitenciaria había sido diseñada por el arquitecto Francisco Tamburini, en 1886 y su construcción se extendió de 1889 a 1907. 

A esa institución punitiva reenvía la lectura de la visita hecha por un corresponsal de Caras y Caretas, publicada por el semanario, en diciembre de 1912. Otras fuentes contribuyen a ofrecer un contexto.

Retrocedemos a una nota local del año 1900, que mostraba parte de un panorama que la publicación de Caras y Caretas enriquecería una década más tarde: la existencia de talleres de diversos oficios que fueron impulsados en el establecimiento penitenciario. La investigadora Milena Luciano, estudiosa de las ideas penitenciarias aplicadas en Córdoba entre 1885 y 1911, señaló que, en diversos sistemas carcelarios de la época, existían “tres modelos de organización utilizados en otros países: por cuenta de la administración, de una empresa general y de empresarios particulares.” Como se verá en una información provista por el diario radical cordobés La Libertad de mayo de 1900, fue la concesión a un particular lo que se decidió para el flamante establecimiento cordobés. 

“En la Penitenciaría – Fábrica de alpargatas.
El P. E. de la provincia ha expedido un decreto por el cual se acuerda una concesión al señor Carlos Mureaux para establecer una fábrica de alpargatas en la Penitenciaría de esta capital, debiendo los presos de ese establecimiento servir para la mano de obra en la confección de esa manufactura.”

El apellido correcto era Moureaux, y el diario describía las disposiciones del decreto firmado por Donaciano del Campillo y Nicolás Berrotarán, donde se autorizaba al Sr. Carlos Moureaux a instalar un taller en la Penitenciaría “destinado a la manufactura y confección de alpargatas”, por el término de 12 años, al cabo de los cuales la maquinaria e instalaciones quedarían en propiedad del gobierno. El trabajo debía sujetarse a los reglamentos internos y al régimen de vigilancia de las autoridades, cuyo refuerzo económico corría a costa de Moureaux. El jornal de los penados sería fijado por acuerdo con las autoridades de la Penitenciaría, “a quienes se efectuará el pago y los que darán la aplicación que oportunamente fijará el P. E.” La distribución de las horas de trabajo y disciplina del mismo, quedaba a cargo del Sub Intendente de policía, quien debía confeccionar el correspondiente reglamento. 

Como era un caso a propósito para ilustrar la Ley de Murphy, la intervención de un comerciante por obligación interesado en su rentabilidad, introducía un elemento extraño al sentido de la práctica laboral carcelaria. Y seis años después, escribía Bialet Massé en su famoso informe, al enumerar los abusos de los patrones en diversos rubros de la actividad industrial:

“Cosa igual o peor debe decirse de lo que sucede en la Penitenciaría con la industria alpargatera. Se concedió a un particular la explotación de ese taller, y el resultado es exactamente el mismo y peor que el de las congregaciones; porque no tiene la atenuación de las simpatías que inspira la educación, y, sobre todo, la influencia que ejerce la religión en las conciencias. Creo, pues, que sería ventajoso para el Estado expropiar ese contrato, si el contratista no acepta vender a los precios corrientes. El daño del estado de cosas actual es demasiado grande y evidente.”

Por supuesto, sin duda el gobierno provincial carecía de recursos propios para solventar el emprendimiento. 

La nota de Caras y Caretas, en 1912, ofrecía el relato de una visita a la Penitenciaría de Córdoba, y allí, en su panorama, mencionaba emprendimientos productivos que se habían sumado al taller de alpargatas, uno de escobería, otro de panadería otro de herrería y uno -curiosamente- de fotografía. Sobre la administración de esas producciones, lo desconocemos todo.

La nota contiene varias otras descripciones del edificio, un panegírico de su director y una mirada muy de escritorio, sobre el sistema penitenciario.

“Córdoba tiene una cárcel penitenciaría, que es sin duda, la mejor del interior de la República. Es la obra paciente de algunos años de labor empeñosa del señor Antonio Amaya.
La penitenciaria de Córdoba es de construcción moderna y similar a la penitenciaría nacional do Buenos Aires. Con su amplio departamento para dirección, farmacia, enfermería, primeros auxilios, consultorios y dependencias administrativas.
Visitamos la administración. El señor Amaya nos iba indicando todo, mostrándonos todo, desde su despacho, con su gran mesa, su biblioteca criminalista, sus cómodas butacas y amplios sofás de marroquí, hasta el laboratorio farmacéutico. Después, pasamos a los pabellones. El señor Amaya, con las manos cruzadas a la espalda, iba delante, precediéndonos para guiarnos. La vista de los pabellones interminables, graves con su alto friso negro y su penumbra característica, impresiona. Aquellas hileras de puertecitas bajas, simétricas, formidables, causan una sensación triste, desoladora, porque el espíritu se detiene a meditar en lo inexorable de aquella reducción de la libertad individual. Y existen ahí 680 recluidos.”



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