Tentaciones de casta

La corrupción parece ser inherente al Estado argentino y, sin embargo, muchos proponen seguir dándole poder

Nacional01 de septiembre de 2025Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher 
Es curioso cómo funciona la cabeza de algunas personas, incapaces de entender que no solamente es importante lo que se dice, sino también quién lo enuncia. No importa cuánta santidad se le pretenda atribuir a alguien, la falta de algunas credenciales lo inhabilita a opinar sobre algunos temas. Es como el caso de la iglesia, a la que le encanta opinar sobre la familia y la forma de criar a los hijos, a pesar de prohibirle a los ordenados tener hijos y conformar una.
Hoy el tema de la corrupción del gobierno nacional se mantiene vivo en los medios y en las redes, con todo el mundo opinando sobre la impudicia de la hermana del presidente y la red de coimas que se habría establecido en la compra de medicamentos para discapacitados. Criticar el accionar del gobierno está bien, pero es una falta de respeto que lo hagan los que siguen insistiendo en que su máxima referente política es inocente en el juicio por corrupción, a pesar de que ya no le quedan instancias a las que apelar. El kirchnerismo ha dejado la mayor cantidad de personas condenadas por delitos asociados a la corrupción en la historia argentina, pero ahora se quiere arrogar la potestad de señalar quiénes son corruptos y quiénes no. Es sencillamente absurdo.
Esto no significa una defensa del gobierno nacional ni pretende relativizar sus posibles actos de corrupción porque otros fueron corruptos previamente, pero pretende señalar la hipocresía de los que hoy se rasgan las vestiduras hablando de los jubilados, los discapacitados y la gestión transparente de la cosa pública.
Si alguien tiene razón en todo esto es ese liberalismo que plantea dos cuestiones básicas: primero, que hay que limitar el poder del Estado para proteger al individuo de los abusos; segundo, que el abuso de poder es inherente a la función del Estado. No se puede hacer crecer el sector público sin privar de parte de su libertad a los individuos, a la vez que todo crecimiento estatal conlleva un aumento del riesgo de que haya gente aprovechándose de su lugar de privilegio en beneficio propio.
La corrupción en este país es endémica, al punto que llevamos más de tres décadas discutiendo sobre el problema de la corrupción, con frases como la que Luis Barrionuevo pronunció hace 35 años respecto a que hay que dejar de robar por dos años. Si buena parte de la gente considera que los políticos son corruptos, ¿en qué cabeza cabe pensar que hay que otorgarles más poder y más manejo de la vida de los ciudadanos?
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Esta semana creció con fuerza la idea de un proyecto de ley Anti Shein, una forma de bautizar una norma con el fin de proteger la industria textil nacional, que quiere vender lo mismo que venden los chinos, sin contemplar cómo viven y cuánto ganan los chinos que venden esa ropa barata. La idea es buena en su enunciación (“queremos cuidar a los trabajadores argentinos”) pero es nociva en la práctica, empobreciendo a los trabajadores a costa de proteger (a algunos) empresarios. 
Es increíble que todavía haya gente que insista en leyes que se probaron erradas tras dos décadas de intervencionismo estatal. Todos los controles que se intentaron en ese período fueron un fracaso para los ciudadanos, pero un gran negocio para los políticos que participaron del esquema intervencionista en la secretaría de comercio, en aduana o en cualquier espacio en el que hiciera falta la aprobación de un funcionario para realizar actividades lícitas para generar riqueza. De hecho, varias provincias de han puesto esa batalla al hombro, tratando de vender un intervencionismo cool y federal, a pesar de haber significado la quiebra de varias provincias en estos años.
Hace unos días escribí en estas páginas sobre el crecimiento de la exportación de yerba tras la desregulación del sector, a contramano de lo que ha sucedido con la electrónica fueguina o lo que se pide ahora para los textiles. Han pasado los años sin mayores beneficios para la población, que lleva medio siglo de empobrecimiento sistemático. Quizás la respuesta no está en las respuestas que se vienen ensayando desde entonces.
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El discurso de que todos los políticos son corruptos beneficia exclusivamente a los políticos corruptos, de los que no se espera un comportamiento ejemplar. Por eso el peronismo siempre vivió con una protección adicional: nadie lo votó jamás para limpiar la política ni para “barrer a los ñoquis de La Cámpora”, como supo prometer Sergio Massa, sino para gestionar y ordenar la cosa pública. Hoy el peronismo perdió ese lugar en manos de Javier Milei.
En la transacción hay gente que elige mirar para otro lado mientras la economía se vaya estabilizando. Como dijo alguien en Twitter: si lo votó después de haber dicho que había que vender órganos y niños, todavía lo va a seguir aguantando. No es muy distinto al que votó en 2019 a Alberto Fernández a pesar de haber visto gente cargando bolsos con plata.
Eso es lo paradójico de los que creen que los políticos son corruptos: esa gente es la que más tolera que sus elegidos sean corruptos, a diferencia de la clase media que vota con algún tipo de esperanza de que alguno no le robe. ¿Qué mejor argumento en contra del crecimiento del Estado que el hecho de que los prometían acabar con la casta sucumbieron rápidamente a las tentaciones que les presenta?
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