La maldad de los espíritus revolucionarios

El asesinato del joven conservador norteamericano Charlie Kirk obliga a plantear los límites de la acción política

Nacional15 de septiembre de 2025Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher 

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Hasta que no lo mataron no sabía que existía ese tal Charlie Kirk, el joven conservador que fue asesinado en Estados Unidos. Aparentemente era la versión original de nuestro Agustín Laje, una voz “fresca” para defender lo viejo. No sé si los videos que dan vueltas por redes están sacados de contexto o si efectivamente pensaba esas cosas, pero en principio no coincido con sus posturas sobre casi nada. Poco importa.

El mundo se llenó de gente acusando a la izquierda, al wokismo y a tendencias ideológicas opuestas a Kirk, a pesar de que el hombre que detuvieron está aparentemente dentro de toda la fauna de derecha que se ha generado en Estados Unidos (y que poco a poco va llegando al resto del mundo). Es muy tentador pensar que el mundo se divide en blanco o negro y que siempre es fácil decir quiénes son los buenos y quiénes son los malos. En este caso no debería haber dudas de que el malo es el que mató, independientemente de las ideas o valores de víctima y victimario.

En mis años de joven progresista compré un libro que me llamó la atención porque en la tapa tenía a Fidel Castro y el Che Guevara. Se llama “Alabados Sean nuestros señores”, de Regis Debray. No tenía idea de quién era y no existía internet para buscarlo, así que tuve que leer. 

Me aburrió bastante, pero me quedé con algo que me llamó la atención. En un pasaje en el que trata de conceptualizar los distintos tipos de izquierda toma a Proust para hablar de la “consanguinidad de los espíritus”. A partir de esa idea distingue tres grupos, los revolucionarios, los protestones y los gestores. Hace una referencia a cada uno de esos, pero lo que me llamó la atención fue la idea de que esas personalidades van a existir más allá de las ideas, secundarias frente a ese impulso innato para hacer las cosas de cierta forma. Suena obvio, pero nadie puede decir que no había un instinto violento y homicida en la Triple A y en los Montoneros, independientemente de sus ideas.

El asesinato del joven norteamericano vuelve al medio de la escena la violencia política, la intolerancia y la libertad de expresión. En esa clasificación espiritual de Debray (que detalla para la izquierda, no para la derecha) Kirk sería de los protestones: defiende principios y valores y es una actitud de queja ante el mundo. Provoca, pero no cambia nada.

El problema está en los revolucionarios, los que se enamoran de una historia colectiva y la mistifican. Niegan la posibilidad de la diferencia y solo creen en que vale la pena morir -joven- por las ideas. 

Los reformistas mueren viejos, tratando de hacer cambios que duren. Son los que toleran las diferencias porque creen en lo posible, no en lo utópico. No hay ejemplos ni principios, lo valioso es el logro. Quizás ahí me di cuenta de que lo mío no era la revolución.

Ya lo he escrito otras veces, pero vale la pena repetirlo: las palabras se inventaron para no rompernos las cabezas con piedras. Los revolucionarios -de izquierda y derecha- creen en un mundo en el que no hay lugar para los que piensan distinto. Los protestones agitan las aguas, pero no llaman a exterminar al otro. Defienden con vehemencia sus ideas, aunque sean horribles, pero nunca pasan al acto ni le piden a los otros que lo hagan. Viven vidas regidas por ciertos principios que consideran mejores y no los imponen sobre los otros. 

Los reformistas tratan de negociar para evitar los problemas. Quizás a esto es a lo que se llama centro, aunque tenga menos que ver con las ideas y más con el respeto por los principios de una sociedad plural y democrática. 

Tal vez la polarización es entre aquellos que comparten el espíritu revolucionario, un poco inflamados por la prédica de los protestones.

Alguna vez me quise convencer de que vale la pena morir por las ideas, pero la realidad me demostró que es mucho mejor vivir por lo real y concreto: una familia, amigos, la música, el deporte y todo lo que nos hace bien. Quizás todo eso le falta a los revolucionarios (en cualquier extremo del espectro ideológico), lo que los empuja a avanzar con esa violencia política que impide expresar ideas. Nadie debería morir por las propias, mucho menos a manos de un demente.

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