Ganar y gobernar

Se sabe que obtener el triunfo es distinto a sostener en pie un proyecto político con poder de agenda y capacidad de lograr cambios, lo que se juega el domingo.

Nacional20 de octubre de 2023Javier BoherJavier Boher
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Por Javier Boher

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Hay una vieja máxima en política -al menos dentro de las democracias representativas- de que una cosa es armar una coalición electoral y ganar las elecciones, y otra muy distinta es armar una coalición de gobierno para no fracasar tras haber obtenido el triunfo.

Para el primer caso el mayor ejemplo es el de la Alianza. En 1999 la voluntad de un cambio político era muy grande, por lo que la gente eligió a una nueva coalición que resultaba de la reunión de las dos fuerzas que habían sido derrotadas en 1995, el radicalismo y el Frepaso. Poca institucionalización y miradas diferentes sobre muchísimas cosas conspiraron contra el gobierno, que fracasó estrepitosamente y dejó el poder de manera anticipada en 2001, tras una convulsión social fogoneada por la oposición y algunos despechados dentro de la ecléctica coalición.

Para el segundo caso el mejor ejemplo es el de Cambiemos/Juntos por el Cambio. Tras la disolución de UNEN, el radicalismo y la Coalición Cívica decidieron abandonar a los sellos progresistas para acercarse al Pro, un partido que llevaba una década gobernando CABA y apenas si se proyectaba a nivel nacional. La división de tareas entre los socios, la flexibilidad para establecer alianzas locales y la capacidad de la mesa chica para pulir rispideces le permitieron a Macri completar el mandato, hacer una elección muy positiva, consolidar un bloque legislativo importante y mantenerse unido hasta las siguientes elecciones presidenciales.

El bicoalicionismo surgido en 2019 confirmó la máxima inicial. El panperonismo hizo confluir al peronismo de algunos gobernadores e intendentes, al dogmático cristinismo, al diluido albertismo y al pragmático massismo.

Esa coalición se mantuvo a flote pura y exclusivamente porque buena parte del empresariado prebendario cerró los acuerdos de precios pedidos por los sucesivos ministros de economía, el sindicalismo mantuvo la calma en las calles y muchos medios disfrutaron de una caudalosa pauta oficial que los hacía hablar loas del hiprministro.

Las renuncias de funcionarios, las cartas de Cristina, las divisiones internas, los tironeos por las candidaturas y la derrota de medio término fulminaron a un gobierno que apenas si comparte un viejo cuadro enmohecido de un general fallecido hace casi medio siglo. Tal vez el deseo de no repetir la profunda crisis social, política y económica de 2001 fue lo último que le permitió a Fernández cumplir su mandato.

La elección del domingo enfrenta a las dos grandes coaliciones que se han repartido el poder la última década contra una fuerza joven en su conformación, pero un poco más vieja en sus raíces. El libertarianismo se ha erigido como el posible espacio vencedor, a pesar de la falta de formación de sus cuadros, su escasa penetración en las provincias y su escuálido poder institucional.

Esto no es de por sí un problema, ya que se pueden construir relaciones políticas a lo largo y a lo ancho del país, recogiendo heridos y avivados de otras fuerzas, dispuestos a brindar el respaldo que hace falta para conducir el país. La primera condición para ello es que la coalición de gobierno tenga muy claros sus objetivos. La segunda, que tenga mecanismos más o menos compartidos por todos los miembros para procesar los conflictos.

Juntos por el Cambio y Unión por la Patria lograron, con todos sus defectos, encontrar más o menos algún equilibrio en las dos cuestiones. Por momentos las tensiones aumentaron y las crisis escalaron, pero en los momentos clave lograron procesar las disputas y seguir en pie. En el caso de La Libertad Avanza esto es una incógnita.

Dentro del espacio encabezado por Javier Milei confluyen múltiples identidades políticas que, como en todo populismo, se terminan articulando alrededor del líder, ya que tienen poco en común entre sí. Hay nostálgicos del proceso, conservadores, liberales, nazis, jóvenes que quieren algún tipo de revolución y adultos que están cansados de todos y sólo quieren ver las cosas arder.

En el acto que realizó el espacio en la noche del miércoles, el referente ideológico de Milei, Alberto Benegas Lynch (h) aseguró que en un eventual gobierno del economista se debería hacer como en el gobierno de Julio Argentino Roca y romper relaciones con el Vaticano. Al menos en el video que vi yo, se puede escuchar entre los vítores a alguien que arenga con un “por comunista”, en referencia al Papa Francisco.

Horas más tarde Milei aseguró que no está en sus planes hacer tal cosa, bajándole el tono a la propuesta de su mentor.

Si la religión pasó a un lugar secundario en las democracias occidentales (quizás con Estados Unidos como una excepción, con algunos matices), en los últimos tiempos se ha ido convirtiendo en un elemento de identidad para los populismos de derecha, con el caso de los evangelistas brasileros sosteniendo al gobierno de Bolsonaro como ejemplo paradigmático.

La candidata a vicepresidente, Victoria Villarruel, pertenece a un grupo fanático y minoritario dentro de la iglesia católica, el lefebvrismo, de un tradicionalismo incompatible con el liberalismo que dicen pregonar. Aunque en tensión con Francisco, no están todos los puentes cortados entre el Papa peronista y los díscolos conservadores.

La coalición electoral que puede alzarse con el triunfo el próximo domingo no sabe muy bien cuál es su identidad, cuáles son sus propuestas, cuáles son los mecanismos para resolver las disputas internas ni cuáles son las formas en las que van a implementar esas ideas teóricas que aún no se han reformulado como políticas públicas concretas.

Otra vez está la posibilidad de que una fuerza armada a los apurones y traída de los pelos llegue al poder. La máxima de que una cosa es llegar, y otra distinta mantenerse, se volverá a poner a prueba si finalmente Milei y los suyos se hacen con el triunfo.

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