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La serie sobre El Eternauta puso la discusión política en el centro, aunque afortunadamente excluyó el partidismo
Nacional06 de mayo de 2025Por Javier Boher
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Argentina ha caído rendida ante El Eternauta, la nueva serie de Netflix que adapta al formato audiovisual el clásico cómic de Héctor Oesterheld. Como no podía ser de otra manera, las aguas están divididas por las simpatías políticas, a pesar de que eso es un error.
No soy un crítico de cine, no conozco las teorías que se usan para componer los encuadres, ni tengo idea sobre la historia original. Sin embargo, entiendo el consumo cultural como parte de un goce estético, algo que nos gusta y satisface nuestra necesidad de consumir cosas lindas. Desde este lugar la belleza, el placer y el disfrute son fenómenos absolutamente subjetivos.
La mayoría de la gente alabó o criticó la obra desde ese lugar, a partir de sensaciones personales que reafirmaron sus convicciones sobre la sociedad o la política. Quizás ese sea uno de los mayores logros de la serie: aunque todos busquen mensajes metafóricos, la política partidaria brilla por su ausencia. Hay un mensaje que no coincide con lo que quieren los ultras.
Jamás consumí El Eternauta previamente. Soy muy chico para haber leído los cómics originales y demasiado viejo para haberme creído la interpretación kirchnerista de la tira. Apenas si alguna vez leí algunas de las páginas que salían en la revista Rumbos, mucho más aburridas que el reemplazo que llegó con Mayor y Menor de Chanti.
Muchos de los que vieron la serie bufaron en redes por las opiniones de los sociólogos, desprestigiada tras décadas de repetir sandeces alternativas que avalaron al poder de turno. Afortunadamente no todos somos iguales y algunos creemos poder hacer algún aporte interesante sobre la sociedad y la política argentinas a partir del furor global que generó la serie.
Aunque a los provincianos esas calles y esos edificios nos resultan desconocidos, hay una impronta estrictamente argentina que hace que todo sea familiar. No son lugares vaciados de identidad, sino todo lo contrario, pero aún siendo tan particulares nos son cercanos. Los carteles, las paredes, los adornos, las calcomanías, todo trasciende el localismo porteño y nos es familiar.
Las relaciones entre las personas, sin embargo, son otra cosa -mucho más limitadas al entorno en el que transcurre la historia- pero a pesar de ello reflejan conflictos universales. El miedo a lo desconocido, la desconfianza respecto a los otros, la pérdida de libertad y la fuerza igualadora de la muerte están ahí, asomándose a media que pasan los capítulos. La rebeldía, el enojo, la necesidad de supervivencia, la amistad, el afecto, todo se condensa en seis capítulos que nos hacen pensar cómo actuaríamos nosotros ante situaciones similares.
No hay héroe colectivo, no hay poner al grupo por encima del individuo ni a individuos capaces de hacer las cosas solos, pero sí está lo más argentino que puede haber, esa tensión constante entre odiarnos y rechazarnos o querernos y unirnos. No hay una idea de unidad, de sometimiento del interés individual a las necesidades colectivas, sino decisiones individuales de trabajar en beneficio propio y del resto. Libertarios y kirchneristas se peleaban por entender la situación desde una única óptica, a pesar de que individuo y colectivo son fenómenos indivisibles.
Hubo interpretaciones para todos los gustos, como una que planteaba que el verdadero actor central para salvar a la población era el Ejército Argentino, una opinión de lo más insólita. Las apelaciones a la patria y a un bien supremo o tienen nada que ver con lo que pasa en la serie, donde el Estado brilla completamente por su ausencia y es la sociedad la que se organiza espontáneamente para distribuir, consumir o resistir. Tampoco hay mercado, como queda claro en un trueque que es inverosímil y que no vale la pena spoiler.
El éxito de la serie se explica por haber podido dejar de lado toda la política, evitando ser un panfleto de una ideología cualquiera y prefiriendo centrarse en cuestiones mucho más universales.
Hay algo, sin embargo, que marca las grandes asimetrías que hay en el país. Luego de que los artefactos electrónicos dejan de funcionar, solamente los vehículos viejos pueden circular por las calles, por lo que la serie se convierte en un desfile de autos clásicos. Eso que para Buenos Aires y el mundo es ficción apocalíptica, para otras partes del país es el paisaje habitual, con un parque automotor bastante envejecido en el que los autos con carburador y sin componentes electrónicos siguen siendo habituales en la calle.
La otra cuestión, emparentada a estas asimetrías, es el orden de las calles. Recién cuando el caos se apodera del espacio público, con una nueve mortal cubriendo todo, vemos calles desordenadas. Se calcula que entre 25 y 30% de la ciudad de Córdoba (la segunda más importante del país) vive sin asfalto, más del 50% no tiene cloacas y todavía queda entra un 4 y 5% de gente que vive sin agua potable o sin baños con descarga de agua. Incluso en ese fin de la civilización que muestra la serie se puede ver que miles de personas en Argentina viven en condiciones más precarias.
A pesar de todas las discusiones entre fanáticos a un lado y otro del espectro ideológico, el mayor logro de la serie fue saltar todo tipo de grieta para llegarle a un público masivo. Quién sabe… quizás hacía falta algo así de despolitizado para que la gente recuerde quién es el soberano.
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