Federalismo declamativo

Los recortes que propone la nación deberían ser vistos como una posibilidad de fortalecer a las provincias y no como lo contrario

Nacional 25 de enero de 2024 Javier Boher Javier Boher
caputo
Por Javier Boher
Nuestro país ha adoptado la forma de gobierno representativa, republicana y federal, pese a que esta última parte del artículo 1 de la Constitución se refiere a una forma de organización territorial del Estado. Muchas cosas pasaron durante medio siglo hasta que finalmente toda esa Argentina embrionaria decidió aceptar ese orden.
Luego de décadas de conflictos fratricidas, finalmente el federalismo se impuso al unitarismo, algo que resulta lógico si se piensa en la extensión del país. Es imposible conducir los destinos de las remotas aldeas de los confines de la patria desde algún punto central, máxime pensando que el punto medio de la Argentina está a un par de días de viaje de las zonas más alejadas. Sin embargo, eso que está plasmado en el papel no se ve necesariamente reflejado en la práctica, donde cada nuevo gobierno que ocupa la Casa Rosada decide gobernar desde allí y para todos. 
El federalismo argentino es indivisible de la historia de caudillos provinciales y de presidencias fuertes. Así, una vez vencidos los referentes de cada provincia, lo que hubo fue la adopción de nuevas figuras nacionales que canalizaron ese deseo popular de obedecer a un líder. El poder se centralizó de hecho, convirtiéndose el centro político en una aspiradora de funciones provinciales. 
Así -aunque históricamente no sea correcto plantearlo en estos términos- el Estado nacional decidió qué delega a las provincias, antes que lo inverso. Las provincias están atadas a una estructura que las condiciona fuertemente, pero que también les resulta cómoda. Años de intervencionismo centralista generaron en vastos territorios una necesidad imperiosa de presencia nacional. Las escuelas y dispensarios nacionales, los poblados de YPF, los barrios o bases militares, todo eso le dio vida -y administración- al territorio. Los '90 vieron a esa fuerte presencia retirarse por cuestiones económicas, pero también por federalismo (aunque esto sea algo que podemos ver después de haber tomado cierta distancia).
Ayer hubo un cruce por un tuit del ministro Caputo en el que amenazó a los gobernadores sobre qué podría pasar si no se aprueba la ley ómnibus. Básicamente dijo que recortarla las partidas destinadas a sus provincias. Donde muchos vieron un ataque a los principios del federalismo, otros preferimos ver una oportunidad para su consolidación.
Hasta ahora las provincias son como los hijos de los empresarios exitosos que deciden emprender por su cuenta. Salen en revistas especializadas, en suplementos de diarios, les hacen notas en la tele y son figuras del emprendedorismo. Sin embargo, varias veces dependen del rescate de ese bolsillo familiar que les permite evitar que se profundicen los problemas. Esas ayudas no son cuestionables, pero si la viabilidad de una empresa depende de la ayuda de otra, claramente es insostenible. Tal vez eso se pueda sostener un tiempo, pero si la que paga todo empieza con problemas, lo lógico sería tratar de sanearla dejando de atender a la que nunca anduvo sola.
Las provincias salieron ampliamente beneficiadas de la reforma constitucional de 1994. Pasaron a ser dueñas de sus recursos naturales y a tener libertad para relacionarse con el exterior. Pueden establecer regiones, una forma de cooperar para equilibrar el peso de la nación. Sin cargo, parece que eso nunca hubiese cuajado.
De las 24 provincias argentinas, 10 reciben regalías hidrocarburíferas o mineras, pero son casualmente las que más patalean por los recortes que pide la nación. Las que aportan el grueso de las divisas de las exportaciones no tienen nada parecido, sino que además allí esquilman a los productores con retenciones y otros tributos. Las provincias necesitan hacer sus propios recortes para encontrar el equilibrio. 
Más allá de estas reflexiones sobre el federalismo, en el momento actual del país parece arriesgado jugar a todo o nada con los gobernadores, salvo que el gobierno pretenda ir más allá de sus posibilidades legales en lo que hace a los recortes. Esto es así porque el proyecto de ley actual significa triplicar la magnitud de los mismos respecto a lo que puede conseguir por su propia cuenta. De este modo, un mal arreglo con los gobernadores es mejor que el mejor ajuste que puede hacer nación sola.
Milei sabe que debe encauzar las cosas en poco tiempo, esperando que la elección de medio término lo beneficie y le de más aire para promover sus leyes, pero sus espadas legislativas actúan como si no estuvieran en minoría, obligados a negociar cada punto de la ley. La cosa es complicada, porque si ser inflexible conducirla al gobierno al estancamiento, transigir demasiado lo diluiría ante su núcleo duro. 
La relación entre las provincias y la nación viene dañada desde hace mucho. Hay desbalances que solamente se pueden corregir si los gobernadores entienden que deben buscar formas de hacer crecer a sus provincias sin depender de los recursos que generan otras. Puede ser que estemos en una unión con un cierto componente solidario, pero esa justificación se termina cuando unos siempre ponen y otros siempre sacan.
Interpretar la posición de Caputo como una amenaza a la estabilidad de las provincias es renunciar a la posibilidad de construir y fortalecer un verdadero federalismo, dejándolo -como tantas otras veces- apenas como un acto declamativo.
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