Caras y caretas cordobesas

Francisco Defilippis Novoa dedicó en 1917 un retrato a las sierras cordobesas, en una nota publicada en el semanario porteño en septiembre de ese año. El dramaturgo se valía de sus apuntes tomados en Punilla, donde había dirigido a Gardel en su película “Flor de durazno”.

Cultura 22 de julio de 2024 Víctor Ramés Víctor Ramés
Por las sierras ilustración
Algunos cuadros serranos en estas fotografías de 1917 de "Caras y Caretas"

Por Víctor Ramés

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Defilippis Novoa por las sierras de Córdoba (Primera parte)

Francisco Defilippis Novoa escribió para Caras y Caretas con frecuencia, y su nombre no estuvo ausente de las páginas de ese y otros semanarios porteños, ya sea por su publicación de páginas periodísticas, como debido a su exitosa carrera en la dramaturgia nacional, que cobró fuerza a comienzos de los años 20 del siglo pasado, y se prolongó hasta fines de esa década, en que el autor falleció tempranamente. 

Su participación como colaborador en revistas de actualidades uruguayas y argentinas se remonta a 1912 y se extendió aproximadamente hasta 1925. Nacido en Paraná en 1890, allí se recibió de maestro y ejerció la docencia para luego trasladarse a Rosario. En esa ciudad dio inicio a su relación con la publicación periodística, y también se probó en 1913 como autor teatral con la pieza La pequeña felicidad, lo que lo decidió al año siguiente a desarrollar su carrera en Buenos Aires, ciudad en la que moriría antes de cumplir los cuarenta años, en diciembre de 1929.

Su presencia en la prensa de esos años se da, por un lado, en tanto autor de colaboraciones, y por el otro como figura que asciende a la dramaturgia argentina y que incluso lo lleva a incursionar en el cine. En efecto, hay que señalar que en 1917 se decidió a adaptar la novela Flor de durazno, de Hugo Wast, para la pantalla muda. Y si ese filme entró a la historia fue porque su papel masculino significó el debut fílmico de Carlos Gardel, un Gardel tirando a obeso y sin la menor experiencia ante la cámara. Defilippis debió incluso convencer al cantor que estuvo a punto de abandonar la filmación en el pueblo cordobés de San Esteban de Punilla, plenas sierras. Carlitos sintió que no tenía dotes para actuar.

La historiografía teatral destaca a Defilippis por su labor, junto a Armando Discépolo o Samuel Eichelbaum, y sus obras dramáticas atraviesan un primer período costumbrista heredado del teatro anterior, donde sobresalen piezas como El turbión (1922), La samaritana (1923) y Hermanos nuestros (1923); un segundo período lo muestra fascinado en experimentaciones inspiradas por el expresionismo alemán, con obras como Los caminos del mundo (1925), o Tu honra y la mía y Yo tuve veinte años, ambas de 1926 y, en 1927,  María la tonta. La crítica de ese período no pareció acompañar a Defilippis, pero él introdujo una visión moderna, ya sin retorno en el teatro nacional. Su último período se caracteriza por un importante afluente del grotesco criollo, un realismo con elementos expresionistas, en que escribe las que se consideran sus dos obras mayores: Despertáte Cipriano (1929) y He visto a Dios (1930). Quedaron piezas inéditas que se estrenarían más tarde. Grandes actrices de la escena argentina de la época fueron protagonistas de sus obras, como Camila Quiroga, Eva Franco, Berta Singerman o Blanca Podestá.

La nota de Caras y Caretas que constituye el centro de atención de esta búsqueda de elementos cordobeses en el semanario porteño, salió publicada el 29 de septiembre de 1917 y está construida a partir de impresiones de viaje del autor. Con el título Por las sierras de Córdoba, no se identifica un lugar en particular de la vasta extensión serrana. En cierto modo, generaliza una serie de percepciones estéticas, y consigue, sin señalar un pueblo ni una ciudad determinada, transmitir en forma vivencial lo que experimenta un viajero antes ese paisaje natural y la presencia humana que lo habita. Tenemos, sin embargo, casi por seguro que su inspiración está referida a Punilla, valle donde ese mismo año se rodó Flor de Durazno. 

En lo especifico, estos apuntes del hombre que transformaba los hechos cotidianos en comedias y dramas que representaban problemáticas morales, emotivas, sociales, tienen el encanto de su buena pluma, de su capacidad de observación, del conocedor del pueblo rural. Narrado desde que el sol alza el telón de la escena, el texto retrata con precisión el trayecto del espectador en las notas que toma. Defilippis usa frases cortas, como si puntualizara sus referencias visuales.

La Mañana
El pueblo permanece en tinieblas y ya el sol ilumina el arroyo y el valle extenso que desciende desde las colinas próximas. Poco a poco alza el disco su visera y antes que podamos verle forcejeando en su ascensión, sus rayos orlan la montaña que se descubre al día soñoliento.

La vida en el lugar se despereza desde hace una hora.

De los ranchos, como sombras, salen los Serranos hacia el monte en procura del caballo que goza de libertad desde la tarde anterior. Y por los caminos que serpentean por las sierras

ruedan los carros de los proveedores y trotan las cabalgaduras de los demandaderos.

Cuando el sol baña de lleno el atrio de la capilla, son las ocho de la mañana.

Cruza veloz un auto de forasteros, atronando los aires con las explosiones de su motor. Lo ocupa gente que quiere ver sin cansarse las delicias de la sencilla vida de aquellos lugares deliciosos.

Pero la poesía calmosa y tenue que vive en el paso lento de las mulas, en el corralito de las cabras, en el alero del rancho, en la orilla del arroyo, en la pareja de pequeños vendedores y tímidos muchachos, no se puede apreciar a cuarenta kilómetros por hora. Hay que empaparse en ella; hay que identificarse en los pequeños detalles de aquella feliz existencia de los seres

y de las cosas para gustarla. Y, también, marchar al paso de aquella quietud, que es todo.

Quieta es la brisa que acaricia la roca de la montaña, la adusta faz del espinillo y la delicada ternura de las flores del durazno. Quieta es el agua del arroyo que se desliza por la arena como una víbora. Quieta y dulce es también la vida del valle, aun cuando agite en su interior

turbulencia de pasiones.

Vamos, pues, a recorrer el lugar con la calma que el ambiente obliga.

En el corral de las cabras que cuida el perro pastor con la fiereza de su responsabilidad, las muchachas de la casa ordeñan.”











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