
Aunque es fácil señalar a un gobierno, es el componente público que perdura en el tiempo el mayor responsable de lo que pasó
La decisión de cambiar la normativa para el acceso a la información pública es un grave problema para toda ciudadanía
Nacional04 de septiembre de 2024Por Javier Boher
Resulta frustrante tener que repetir las mismas cosas todo el tiempo, pero pareciera que no hay otra forma: no hay mejor forma de gobierno que la democracia liberal republicana. Quizás en el papel o en noches de discusiones de bar existan otras, pero la experiencia humana dicta que en la práctica la antedicha no es superada por ninguna.
Otras veces hemos desmenuzado cada uno de los términos, pero esta vez nos vamos a quedar con el -a mi humilde entender- más importante: el republicanismo.
Las características salen más o menos de memoria, empezando por las que hacen que el concepto se confunda con el de democracia: soberanía popular expresada mediante el voto, periodicidad de los mandatos y alternancia política. Hay otra muy importante en la división de poderes, la verdadera garantía de la existencia del Estado de derecho y el orden liberal, que va de la mano con la rendición de cuentas. Last but not least, como se dice en inglés (al último, pero no menos importante), se encuentra la publicidad de los actos de gobierno, lo que los alumnos frecuentemente confunden con campañas electorales o las obscenas publicidades de gobierno. Se trata, en realidad, de que los actos de gobierno son públicos y se publican en el boletín oficial, pero que también deben estar disponibles ante el requerimiento de cualquier ciudadano (lo que enlaza con la rendición de cuentas).
Los gobiernos suelen ser reacios a comunicar qué hacen. Dan vueltas ante los pedidos de acceso a la información, comparten datos sin sistematizar o entregan material crudo sólo analizable con ciertos programas informáticos o con cierto conocimiento técnico. Aún así, la ley los obliga a entregar a la ciudadanía la información requerida, lo que hasta ahora no podía ser negado.
Anteayer el presidente publicó un decreto reglamentario cambiando qué tipo de información debe entregar el gobierno, en una movida que despertó muchas críticas. No entraremos aquí en las cuestiones jurídicas (algunos abogados sostienen que el cambio debería ser revertido por la justicia), pero sí en algunas más políticas o filosóficas.
En lo político, es comprensible por qué Milei quiere retacear información. Sus viajes por el mundo, los gastos en sus perros, las reuniones que sostiene con empresarios, la relación con otros funcionarios o las visitas de periodistas son algunas de las cosas que prefieren dejar en la nebulosa, a los fines de dificultar las tareas de control. Si nadie sabe qué hace el que manda, no es fácil saber dónde pegar, como sabe todo líder autoritario.
El decreto reduce qué se considera información pública, incluso en lo referido a documentos o memos de trabajo. Excluye los eventos de la vida privada, que nos vuelve a poner en el debate sobre qué tan privada puede ser la vida de figuras públicas. Con este tipo de decisiones nunca nos hubiésemos enterado de la fiesta de Olivos o del asesor de redes que le borraba la huella virtual al ex presidente Fernández.
No hay orden más liberal que una república en la que los ciudadanos pueden controlar al poder. Así debe ser, aunque el líder se considere por encima de las instituciones y en diálogo directo con las masas. Son las reglas válidas para gobernantes y gobernados las que garantizan la igualdad ante la ley y el efectivo ejercicio de la libertad individual. Si el presidente puede hacer lo que quiera a espaldas de la gente, se dificulta la rendición de cuentas y empeora la posibilidad de juzgar adecuadamente su gestión al enfrentarnos a las urnas. Durante muchos años probamos de esa forma, la que cambió en 2016 con la sanción de la ley vigente. No llega a la década y le permitió a los tuiteros libertarios demoler a políticos y medios. Quizás tienen miedo de que los del otro lado se lo empiecen a hacer a ellos. ¡Viva la libertad, carajo!
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