
Esta es solo una agenda, un jueves es solo un día y una película es una feta de historia, como lo es un oratorio compuesto en 1741, una coreografía, o algunas obras de arte capaces de vencer al tiempo.
Aspectos de la figura, las exposiciones, la obra y los éxitos logrados en su vida tempranamente trunca por el gran pintor post impresionista cordobés Walter de Navazio, cuya pintura sigue gozando de respeto y admiración.
Cultura02 de octubre de 2024Por Víctor Ramés
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Walter de Navazio, el pintor promisorio (Segunda Parte)
Caras y Caretas, fuente principal de nuestro trabajo, se gana su lugar y su momento en la época en que el pintor bellvillense disfrutaba de una bien ganada fama en el país. El semanario le dedica una nota el 16 de noviembre de 1918, donde el pintor posa en su estudio ante un cuadro suyo, con la paleta en la mano, y se ven otras versiones de Walter de Navazio en fotografía y en caricatura. El artículo aparecía sin firma y su autor insistía en poner una doble zeta en el apellido del reportado. Lo transcribimos corregido:
“…Debemos reclamar con energía nuestro puesto entre los pueblos en que la vida del espíritu no es absolutamente ahogada por el progreso material. La literatura, la poesía, la filosofía, las bellas artes, tienen entre nosotros numerosos y eminentes cultivadores; y entre nuestros artistas ocupa un sitio prominente el pintor Navazio. Estudiante de la Academia Nacional de Bellas Artes, fué uno de sus alumnos más distinguidos, y obtuvo, muy merecidamente, una beca de estudio en Europa. Posteriormente, obtuvo el premio Semprún, y toda la crítica le considera como uno de nuestros pintores mejor dotados. Hace tiempo ya que se dijo que el paisaje es un estado de alma. Los paisajes de Navazio son una confirmación brillante de ese profundo aforismo.”
El artista había probado su valía en el Salón de Bellas Artes de 1913, donde obtuvo el Premio Adquisición con su obra Fresco vespertino. En 1915 expuso cuadros como Momento gris, Nubes en las sierras y Tarde tranquila, que tuvieron excelente recepción. Para cuando expuso en el Salón de 1917 junto a sus contemporáneos, el tucumano Thibon de Libian, Gregorio López Naguil y Raúl Mazza, estaba claramente determinado en un sitial de honor del paisajismo argentino, género de gran aceptación. A su vez, el paisajismo reenviaba a Córdoba a su vida afectiva, ya que pintó sus sierras una y otra vez durante esos años.
El mismo año de la nota de Caras y Caretas, en agosto de 1918, de Navazio expuso 37 paisajes cordobeses en el Salón Witcomb, y ese mismo año obtuvo el Primer Premio en el Salón Nacional de Artes Plásticas. Al año siguiente expondría “una luminosa serie de paisajes serranos pintados en los departamentos San Alberto y San Javier de la provincia de Córdoba”, según juicio del crítico Manuel Rojas Silveyra quien afirmaba, referido a esa muestra, que “allí había de todo: notas de color y tonalidades grises, montañas y quebradas, valles fértiles y regiones áridas, pero en todos ellos se advertía el carácter diferencial del paisaje montañés y el ambiente de Córdoba, tan particular, tan pintoresco, que ponía un sello inconfundible dentro de los más encontrados efectos de hora, de horizonte y de expresión. Walter de Navazio se ha revelado, en esta muestra como un verdadero pintor de la naturaleza y su arte emotivo tiene para nosotros un mérito muy particular y muy de tener en cuenta: es un argentino, esencialmente argentino y regionalista que se individualiza en lo que lleva de más abstracto este concepto del nacionalismo: el carácter del ambiente y el color de las cosas”.
En el mismo sentido se expresaba el autor de la nota de Caras y Caretas citada más arriba, al realzar la identidad provinciana del paisaje capturado por el artista. Al referirse a los matices propios, decía el anónimo autor en el semanario porteño que “la naturaleza argentina, y en especial la cordobesa, tiene una belleza peculiar, íntima y sutil, que no pueden apreciar sino los que la miran inteligente y amorosamente. No son los contrastes violentos su característica principal, antes bien, la uniformidad aparente; pero detrás de esa apariencia de uniformidad, el artista descubre una gama infinita de matices, de colores y de aspectos que exigen para su reproducción en el lienzo un temperamento profundamente sensible y un arte superiormente dueño de sí mismo.”
A la luz de esos juicios, puede sonar superficial, además de malicioso, lo que señalaba otro crítico muy respetado de la época, Rinaldo Rinaldini -un seudónimo a medias con que firmaba Julio Rinaldini-. Es el juicio contrera, el que tal vez resulte necesario para brindar un contraste. Rinaldini publicaba una crítica sobre una muestra en la que participaba de Navazio, en el Salón de Retiro de la Comisión Nacional de Bellas Artes, en la Plaza San Martín de Buenos Aires. El juicio del crítico aparecía en Nosotros, Revista Mensual de Letras, Arte, Historia, Filosofía y Ciencias Sociales, y decía: “Y llegamos al señor Walter de Navazio. Este joven artista lo ve todo verde en este pícaro mundo. Verde la estética, verde el gusto artístico. ¿Que es un escéptico? Claro que lo es. Como que lo que no lo ve verde lo ve violeta. Pero que no desmaye el señor de Navazio. La crítica, en vez de ponerle verde, siquiera para estar de acuerdo con él en algo, dirá: ¡Cómo maneja los verdes el señor de Navazio!”
A espaldas de esa nota disonante y de los anteojos verdes del crítico, en aquellos años el pintor cordobés se hacía acreedor a apodos que lo vinculaban a la poesía: “Un poeta que traduce en color sus estados de alma”, “El poeta de los saucedales”; “Es el mismo poeta íntimo y doloroso de los valles cordobeses, cuya belleza supo apercibir, él solo, cuando muchos ojos se cerraron”; “Walter de Navazio, llamado en su época el poeta de la pintura”; “Sus cuadros son poemas”. En tanto artista y poeta honorífico, cumplía con el precepto de la escasez y la penuria, ya que le tocó pasar muchas malas épocas en lo económico, y su vida artística era llevada adelante “con grandes dificultades debido a su extrema pobreza”, según testimonios. Su último acto ocurrió debido a una tuberculosis mal curada, producto del frío y la falta de buena atención médica, el 23 de mayo de 1921, a poco de regresar del último viaje a Europa con que fue premiado. Falleció cuatro meses antes de cumplir los 34 años.
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