Los desfachatados del barrio

Por esa despreocupación que mostraron siempre con respecto a si son de un género u otro, no debería resultar tan llamativo que Los Caligaris hayan actuado hace algunos días en el Teatro del Libertador, recinto cargado del simbolismo que conlleva una historia centenaria.

Cultura 30 de abril de 2024 J.C. Maraddón J.C. Maraddón
ilustra los calligaris

J.C. Maraddón

La aparición del rocanrol a mediados del siglo pasado provocó, entre otras cosas, una estampida en la estructuración de categorías musicales que había regido hasta ese entonces, con géneros que se distinguían muy bien, a los que tanto artistas como público adscribían casi a ciegas. Pero desde un comienzo, por su origen híbrido, el rock admitió variantes que tenían muy poco que ver unas con otras, pero que sin embargo convivían bajo el paraguas del mismo renglón estilístico. Todo podía reclamar su espacio en el universo rockero, donde era bien recibido siempre y cuando adhiriese a determinado espíritu de la época.

Esa característica se sostuvo en el tiempo, dando lugar al surgimiento de subgéneros por demás variados, cada uno de ellos con una lista infinita de exponentes que le daban carnadura al rótulo. Y por una cuestión emocional, aunque también de estrategias de mercado, esas variantes cosechaban seguidores que en algunos casos se mostraban fanáticos de determinado estilo en particular (heavy metal, blues, reggae), cuyo consumo musical se basaba en comprar sólo lo que respondía a ese favoritismo, despreciando el material que se encaminara en otra dirección sonora que no fuese la que correspondía a la esencia de esa corriente especial.

Se generalizó entonces la formación de “tribus” que, o bien se enorgullecían de ser fieles a un único intérprete, como los rolingas, los ricoteros y los ramoneros, o bien se fanatizaban por una de las tantas escisiones a las que daba pie la siempre en crecimiento galaxia rockera. También hubo grupos que, si bien nacían al amparo de una sonoridad entre las tantas que prohijaba el rock, tenían un anclaje social evidente, como en algún momento fueron los mods, los punks o los emos, todos ellos nacidos de factores que excedían la inspiración musical y se explicaban por una confluencia de razones.

Pero en medio de esa paleta de opciones inabarcable, no podían faltar las raras avis: nunca dejaron de existir músicos que no podían ser clasificados y que, aunque legitimados como habitantes del planeta rock, no hacían bandera de esa pertenencia y hasta desafiaban la pertinencia de los requisitos necesarios para ser anotados en ese casillero. Por su estilo, por su puesta en escena o por su personalidad extravagante, estas excepciones a las reglas fueron las que extendieron los límites de lo que podía ser considerado “rock”, a riesgo de ser excluidos de esa identidad que todos desean.

Por esa difusa frontera han transitado Los Caligaris a lo largo de 25 años, transgrediendo todas las reglas, pero sin encolerizar su gesto rebelde, sino más bien depositando todo el peso de su propuesta en una alegría melancólica propia de la raigambre circense que posee el grupo. Sin resignar el acervo barrial que los sostiene, conquistaron el corazón de los mejicanos antes de ganarse la aceptación general en Córdoba, tal vez porque en aquel país puedan estar acostumbrados a disfrutar las canciones más allá de los prejuicios que conlleva el averiguar previamente desde qué rincón del rock provienen.

Por eso, por esa despreocupación con respecto a si son una cosa o la otra, no debería resultar tan llamativo que Los Caligaris hayan actuado hace algunos días en el Teatro del Libertador, recinto cargado del simbolismo que conlleva una historia centenaria. Al presentar allí el espectáculo en el que le entregaron un premio a sus fans, ellos se condecoraron a sí mismos como los desfachatados que parecen no caber en ninguna categorización, pero que desde esa órbita excéntrica son capaces de tomar un rumbo propio, sin necesidad de reclamarse como militantes de una causa sonora cuya vigencia hoy se discute.

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