Aquella felicidad que quedó en el recuerdo

J.C. Maraddón

Desde sus inicios en el siglo diecinueve, la fotografía tuvo entre otros usos la virtud de inmortalizar la imagen de las personas, de la misma manera que en otras épocas lo había hecho el pincel de los retratistas. Y en un comienzo, al igual que sucedía con las pinturas, sólo cierta clase social tenía acceso a este modo de eternizarse, porque no cualquiera adquiría un estatus que ameritara posar ante cámaras. Y es que aquellas capturas eran casi siempre carentes de espontaneidad, con los personajes ubicados de una manera tan artificial como fuera posible, en situaciones que en nada reflejaban la vida real.

Sólo los más obstinados documentalistas apuntaban su lente hacia las gentes de pueblo, que solían aparecer en sus lugares de trabajo practicando las tareas cotidianas, incluso munidos de las herramientas con las que se ayudaban. Los grandes negocios de fotografía, en tanto, lucraban con el deseo de la aristocracia de resguardar el recuerdo de su apariencia, tanto en los estudios dispuestos a tal fin, como en ceremonias que podían ser tanto bautismos y bodas como incluso sepelios. Los más ostentosos, por su parte, se exponían ante cámaras en lugares de veraneo, luciendo trajes de baño de última moda.

La propagación del uso de esas cámaras pequeñas que cualquiera podía utilizar y trasladar, si bien no clausuró la faena de los profesionales, democratizó la posibilidad de que (casi) todos legaran a la posteridad el recuerdo de sus vacaciones, navidades y otras celebraciones, sin saber muy bien quién sería en el futuro el que supiera apreciar esas andanzas. Por más que la foto analógica parece ahora una etapa superada, son ellas las que han perdurado a través de los años, en tanto los archivos digitales se han mostrado menos perennes cuando no se realiza un almacenamiento bien organizado en soportes que se vayan actualizando.

En los años ochenta, el arribo de las cámaras de VHS volvió a dividir las aguas, porque su precio no estaba al alcance de un consumo masivo. Y entonces quedó restringido al segmento económicamente más afortunado el registro en video de lo que antes se fotografiaba. Quien no poseía el dichoso artefacto y pretendía contar con un testimonio audiovisual de bodas o cumpleaños de quince, tenía que contratar los servicios de empresas que se encargaban de filmar esos acontecimientos sociales y editarlos luego mediante trucos que les ponían mayor emotividad y un toque cinematográfico.

El abogado Mario Cohn tenía en 1986 el poder adquisitivo suficiente para comprar una de esas codiciadas camaritas, y con ella empezó a registrar la vida de su familia, haciendo especial foco en sus hijos Mariano y Alejandro, cuyas travesuras llenaban la colección paterna de videocasetes, donde entre otras cosas se los veía durante sus vacaciones europeas. Con el tiempo, el mayor empezó a encargarse de las filmaciones y se convirtió en un director premiado a escala internacional. El menor, en cambio, falleció en 2015 en un episodio en el que se sospecha mala praxis médica y cuyos detalles intentan ser develados en estos días en un juicio oral.

El documental “Hermanos (una historia de sangre)”, dirigido por Carlos De Elía y estrenado por la plataforma Max, ahonda sobre las alternativas del caso de la mano de Mariano Cohn, quien junto a Gastón Duprat conforma la dupla responsable de películas como “El hombre de al lado” y “Mi obra maestra”, y de series como “El encargado” y “Bellas artes”. A la par de seguir los pasos de Mariano en su cruzada por descubrir quiénes son los responsables de la muerte de Alejandro, el filme recurre a las escenas del archivo familiar, como rémora de aquella felicidad del pasado que se esfumó en una circunstancia fatal.