La repercusión que tuvo la noticia de la muerte de Beatriz Sarlo, a sus 82 años, se extendió incluso a aquellos que jamás leyeron sus textos ni la tuvieron como profesora. Y es que su presencia mediática la transformó en una referencia siempre a mano para entender el presente y para vislumbrar el futuro.
Caras y caretas cordobesas
En febrero de 1901, Caras y Caretas incluía en sus páginas el relato de un autor portugués, Joaquim Leitão, quien había realizado una visita a Córdoba el mes anterior y firmado en esa ciudad unos párrafos de la experiencia.
Cultura08 de julio de 2024Víctor RamésPor Víctor Ramés
Odisea de un visitante portugués (Primera parte)
Lo que refiere en su crónica titulada “Peregrinación a Córdoba” el médico, escritor y periodista portugués Joaquim Antunes Leitão, daba comienzo en la estación de trenes de Retiro en Buenos Aires, en enero de 1901. De allí en más, no sin tropiezos, realizaba un acercamiento gradual a su destino, la ciudad de Córdoba. Lo que le llega al lector es un relato vívido de una de esas experiencias viajeras a las que los trenes convirtieron en típicas, más los condimentos personales del autor. Un relato de tránsito y paradas, con apuntes de una Argentina menos urbana, párrafos sensibles, perceptivos, idealistas y románticos, aunque genuinos.
Su autor contaba veintiséis años durante aquella visita a la Argentina, estaba en los inicios de su vida profesional, habiéndose formado en medicina en Porto, su ciudad natal, y en Lisboa. Despuntaba en él también el gusto por la crónica y, si bien sus datos biográficos en la red no incluyen rastros de su labor periodística hasta 1905, es probable que ya fuese para él habitual la publicación de sus textos. De hecho, esta traducción que aparecía en Caras y Caretas habla de sus relaciones y de su llegada al medio más importante de la Argentina en su tipo, donde este apunte del viaje a Córdoba se publicaba un mes después de firmado. Su presentación era destacada, a dos páginas, ilustradas por dibujos del creador de las tapas del semanario porteño, el artista Cao.
En años posteriores, la carrera de Joaquim Leitão alcanzaría relieves en su país. Desarrolló una prolífica carrera como escritor, ejerció el funcionariado en museos, bibliotecas y archivos, perteneció a la Academia de Ciencias de Lisboa, y más tarde sería admitido a la Academia Brasileña de Letras. Leitão era monárquico y católico y, tras la revolución de 1910 que estableció la república, dirigió entre 1911 y 1912 el periódico monárquico O Correio. De 1935 a 1945 dirigiría la Asamblea Nacional, el máximo órgano legislativo de Portugal.
Pero el relato que aquí se destaca capta las vivencias de un joven veinteañero que se había propuesto llegar a Córdoba, y concluirá prácticamente con su arribo a esta ciudad.
Tras una apertura con menciones al viajero universal Ulises y a la ninfa Calipso, dándose épica, se sitúa el menos ampuloso viaje en tren de la capital al interior:
“Desfallecía el noveno sol del siglo XX—esto es casi una epopeya, y le cuadra bien el estilo- cuando, después de haber conseguido desprenderme de los brazos de la seductora Buenos Aires, me puse en camino para Córdoba.”
Se subió a estribo del tren en marcha el Ulises portugués y ya la pampa sudamericana le opuso el primer problema:
“Debajo una gorra de anchos galones salió una voz; -¿Su boleto, señor?
Le enseñé un pase: no era ese. Le mostré otro, y otro, y otro. Ninguno correspondía a aquella línea: la del Central Argentino.”
La odisea vernácula se bosqueja para Joaquim Leitão. Resultado del traspié:
“Tengo que apearme en Belgrano, para alcanzar allí el nocturno de «Buenos Aires y Rosario», acompañado no por amigos, sino por un cargador que transporta mis maletas de una estación a otra, al través de calles silenciosas, de arrabales adormecidos, en aquella hora más lúgubre que el viaje de un desterrado.”
La crónica ahorra a los lectores parte del imprevisto, para proseguir el viaje en el Buenos Aires-Rosario, y recién poder abordar el Central Córdoba. El pasaje no resulta todo lo confortable que se desearía, pero al menos el autor era joven.
“Tomé el tren, que tenía su dormitorio ya completo, y en un coche que debía quedarse en una estación antes de Gálvez, fue donde encontré el descanso de aquella noche agitada.
Así, pues, en esa próxima «antesala» de Gálvez, sufrimos una traslación, yo y mis pacientes maletas.
En Gálvez nos toca mudarnos otra vez, con armas y bagajes, para el tren de Iturraspe, adonde llegué diecisiete horas después de haber salido de la capital, para demorarme allí otras tantas horas, que pasé como pude: durmiendo, leyendo, comiendo, volviendo a dormir, volviendo a leer. Al oscurecer, libre del sol, me acometió esta curiosidad: ¿qué será este Iturraspe o San Francisco? Y, por planta de población encontré esto: un trazo balbuciente de calles, cuatro a la derecha y cinco a la izquierda de la línea férrea, y un molino, un inmenso molino, iluminado con luz eléctrica en todos sus cinco pisos y todo perforado de ventanas que recuerdan los innumerables postigos del Vaticano.”
Lo próximo en la sinopsis de Leitão era su viaje en el vagón correcto del tren debido y, en lo que refiere a la aventura cordobesa, todo había vuelto a fojas cero y ésta recién daba sus primeros pitidos. Causa simpatía la buena disposición del viajero hacia la aventura y su estado de ánimo positivo y optimista. Y otro tanto emociona la amable e inclusiva actitud del conductor del tren, en relación al prácticamente solitario pasajero portugués.
“Las seis de la mañana dieron cuando yo estaba ya en un wagón del «Central Córdoba». El fresco aire matinal me acariciaba el rostro que entraba en la reacción del baño. De los campos salían exhalaciones tonificantes. Reinaba una gran paz: parecía que los hombres hubieran despertado en ese día para amarse y respetarse.
Encendí con deleite mi cigarro, y me preparé, con cierta emoción, para ese viaje pintoresco que tanto me habían recomendado. Pasaron unas horas. Ni un compañero que me diese en el trayecto la ocupación de trazar su psicología.
¿Sólo yo, entonces, tenía el valor de arrostrar en un tren de carga las doce horas que hay de San Francisco a Córdoba?...
Como mi estómago señalara ya una hora adelantada, pregunté al conductor del tren en qué estación podría almorzar. Debajo de un bigotito negro se apartaron dos hileras de dientes bien clavados en las encías, para dejar salir estas palabras:
-¡Aquí no hay dónde almorzar, señor! -Nosotros estamos cocinando una sopa y un puchero. Si usted quiere participar de nuestro sencillo refrigerio... en seguida...”.
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