Córdobers - Caras y caretas cordobesas

El nombre de Martín Goycoechea Menéndez pervive en la historiografía literaria argentina, aunque raramente es leído. Su figura se destaca por su paso rasante y su acogida en los ambientes culturales sudamericanos entre 1897 y 1904.

Cultura16 de septiembre de 2024Víctor RamésVíctor Ramés
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"Caras y Caretas" , M. Goycoechea Menéndez según una fotografía de 1902.

Por Víctor Ramés
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La vida joven de un poeta modernista (Primera Parte)

Bohemio, loco, delirante, genio, vagabundo, mentiroso… Todos esos epítetos asoman con una sonrisa de admiración y a veces de piedad, en la memoria de quienes trataron a Martín Goycoechea Menéndez (1877-1906). Este escritor cordobés figura en la historia de la literatura argentina, aunque no se ha reeditado mucho, y perdura más en páginas como esta, atraídas por el brillo de su silueta en años veloces como intensos. Intensidad, cierto picor por irse de los lugares cuyos círculos literarios conquistaba, impulsado -imagina uno- por una ansiedad que nada podía satisfacer, como si hubiese recibido una carta informándole que moriría joven, Goycoechea Menéndez firmó poemas y prosas en periódicos con el seudónimo de “Lucio Stella”, es decir la luz estelar, tal vez la estela de una luz. También dejó señales de su espíritu andariego firmando como “Lemis Terieux’’, “Geme’, “Timon’’, “Shipman”.

Una noticia biográfica de su puño y letra enunciaba: “Goycoechea Menéndez es argentino y de yapa cordobés, mide 1.60 metros de altura, ostenta una silueta más o menos favorecida por esa eterna caprichosa a quien llaman Naturaleza y ha sido a veces estudiante, a veces literato, la mayor parte de sus años, periodista.”

En 1897, a los veinte años, publicó en el diario La Libertad de Córdoba como “Lucio Stella” textos sobre literatos hispanoamericanos (Olegario Víctor Andrade, el fogoso Emilio Castelar, o una reseña de las Joyas Poéticas de Carlos Romagosa, entre otros). Eran parte de su primer volumen de prosas: Los Primeros, una colección de “medallones” literarios y políticos. Ese mismo año, Goycoechea Menéndez desaparece de Córdoba y se va a probar suerte adonde están los presidentes. 

Un amigo desde la adolescencia, Emilio M. Barriola, expresaría que Martín: “Cruzó por Buenos Aires como astro errante, sembrando una estela de admiración y afectos”, según cita Lea Fletcher en su libro Modernismo- Sus Cuentistas Olvidados, donde dedica una prolija y sustanciosa valoración literaria a Goycoechea.

Por su parte, Soiza Reilly entonaría en 1906, al enterarse por La Nación de la muerte de Goycoechea en México, que este “vino por primera vez a Buenos Aires trayendo, como fortuna, el oro de sus veinte años. Y el oro de su talento... Nada más. Y era mucho...”.

Soiza Reilly era una de las grandes firmas de Caras y Caretas, y Goycoechea mismo se vinculó a ese semanario nacional, donde salieron publicadas varias notas suyas.

En este caso nos acercamos a su figura por medio de la edición del 3 de agosto de 1918 de Caras y Caretas, donde el historiador uruguayo, también Capitán de Navío, Rafael Alberto Palomeque, le dedicaba una evocación bajo el título de “Un Ashaverus Mortal”. Su recuerdo se remontaba al momento en que vio por primera vez a Goycoechea, en el Uruguay:

“De baja estatura, tendiendo a grueso, de tez mate, cabellos renegridos, ojos vivaces, nariz saliente y boca con rictus picaresco, se nos presentó un día, allá por 1902, en la redacción de «Vida Moderna»—revista que dirigíamos en Montevideo con Raúl Montero Bustamante—, un hombre joven, trajeado a usanza del suburbio, con pañuelo de seda al cuello y en la mano un sombrero gacho. Dijo venir del Paraguay, a donde lo llevara una aventura juvenil y de donde lo traía otra, que al día siguiente nos relataría hasta en su último detalle pintoresco, dejándonos en el asombro y la atonía”.

Por lo que refiere Palomeque, Martín ya había tenido su iluminada participación en la vida cultural de Asunción, y el uruguayo le asigna un tinte aventurero al cordobés que por entonces contaba veinticinco años. Martín conocía “Vida Moderna” y buscaba al autor de una nota aparecida en esa revista.

“Iba en busca de uno de nuestros colaboradores, Doroteo Márquez Valdés, cuya personalidad había repercutido en el medio político e intelectual de la Asunción y a quien había leído en «Vida Moderna», gracias a un ejemplar venido a su mano quién sabe cómo, en la capital paraguaya. El colaborador no se hallaba en ese momento en nuestra casa; pero Martín Goycoechea Menéndez, que así se llamaba el visitante, volvía por la tarde y trababa entonces nutrida charla político-literaria con su hombre. De ahí nació nuestra relación con aquel tipo extraordinario, a quien pronto penetramos sin mayor bagaje de conocimientos, pero dotado de una gran imaginación, que le hacía sobrellevar livianamente los trances más acibarados de su vida.”

La acogida de Goycoechea por los montevideanos repetía una ceremonia que el cordobés se sabía capaz de generar con su persona. En el retrato de Palomeque, la nube de la fantasía se descorre un poco para ver una luna melancólica.

 “Era ingenuo, creía que los episodios más desconcertantes de los relatos en los cuales se solazaba, eran tomados en serio, cuando quedábamos convencidos de que exageraba o fantaseaba, por más que alguna vez tuviéramos la prueba de que su verba colorida de fumista no traducía sino una verdad, triste en el fondo, a pesar de sus aspectos hilarantes. Tal, cuando nos dijera que, agotados ya los recursos para sus más imprescindibles necesidades, ¡se había alistado como vigilante! Y lo decía sonriéndose, relatando con graciosa malicia «las gangas» que le tocaran en suerte con las fámulas del barrio de su facción. Dudamos esta vez como otras, y nos propusimos comprobar su aserto, cosa fácil por lo demás. Acechamos una noche... y palpamos la verdad: en la esquina de las calles Mercedes y Andes, barrio central, estaba Groycoechéa Menéndez cumpliendo su deber de guardián del orden público, mientras en su cerebro inquieto bailotearían las páginas de prosa que como «La batalla de los muertos», «En las lejanas selvas» o «El asta de la bandera», nos entregaba luego para publicar y donde se percibe todo su sentido poético, exaltado ante los hechos heroicos que por teatro tuvieran aquella calcinante naturaleza del tópico. Ingresó después a la redacción de «El Nacional», ayudado por amigos piadosos.”

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