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Lugares emblemáticos asociados a festivales, anfiteatros, plazas, incluso patios pueden ser fuentes de alegría. Si es verano, mejor bajo la noche.
Una página de contexto costumbrista gana espacio en Caras y Caretas en 1919, para relatar la llegada a Buenos Aires de un gaucho viejo, a caballo, con el propósito de ver a su hijo que se ha mudado a la ciudad.
Cultura30 de diciembre de 2024Por Gabriel Abalos
Veinticinco días de viaje a la ciudad
El cambio de las costumbres en un par de década del siglo veinte, así como la distancia no solo en kilómetros entre el campo y la ciudad, vinculada al relegamiento de la vida campestre ante el veloz crecimiento urbano e industrial, son parte de las temáticas a que remite una crónica breve, de una página vestida con fotografías, publicada en marzo de 1919 en Caras y Caretas. Su título: “El viejo Macario Moyano, que vino desde Córdoba a caballo.”
El cronista presentaba su tema, la venida de un paisano, recorriendo casi cuatrocientos kilómetros desde las provincias vecinas hasta la ciudad de Buenos Aires. La distancia equivalía a unas ochenta leguas de las que medio siglo antes de 1919 constituían un trayecto habitual a caballo entre poblaciones distantes, pasando por un número de postas tendidas en la pampa. Pese a que el título pregona a Córdoba como punto de partida de don Macario, la propia nota apunta que el criollo venía de Venado Tuerto, Santa Fe. Seguramente fue un error del autor. Error que, no obstante, nos habilita a continuar llenando nuestro Córdobers de hoy.
Se mencionó la transformación de las costumbres que parecía expresarse en el tema de la nota, y la más notoria remite al vehículo a sangre que montaba el paisano. Es de suponer que el autor generalizaba bastante cuando comentaba que andar a caballo era algo ya en desuso, y que se veía poco. Es cierto que venía corriendo el siglo veinte motorizado, pero los automóviles habían llegado a fines del siglo anterior, solo dos décadas antes. Y por supuesto que había comenzado un giro en ese sentido, para no hablar del tren, que comenzó a correr a mediados del siglo diecinueve. Pero hay que decir que la patria equina estaba lejos de desaparecer, y resistía más aún a distancia de las grandes ciudades. Le ha dado nostalgia, tal vez, al escriba porteño, o se ha empeñado en volver interesante una noticia corta. Escribía en su introducción:
“En la vorágine que crea la vida activa de nuestra capital, los hechos que no alcanzan gran relieve suelen pasar desapercibidos para la mayoría de los que en ella habitamos; sin embargo, no sucedió así con la llegada de un criollo viejo ya, de esos que recuerda solamente la tradición o la leyenda.
Montado en un pingo criollo también, y bueno para la fagina y acompañado por una pequeña perra que llama cariñosamente «Ploma» llegó a esta capital en busca de uno de sus hijos, después de veinticinco días de a caballo, tiempo empleado para hacer el viaje desde Venado Tuerto, el viejo Macario Moyano, despertando como es de suponer, la admiración de los transeúntes, que ya no recordaban el paso de un caballo ensillado a la criolla, desde que había aprendido a esquivarle el bulto al automóvil.”
No se señala específicamente en el texto, pero está presente en la medida en que el viejo criollo ha emprendido el viaje para encontrar a su hijo, el influjo de la vida de ciudad atrayendo a jóvenes ansiosos de abrir horizontes, con sus oportunidades de trabajo y sus sueños de riqueza, para dejar el viejo pueblo campesino. El viaje de Macario Moyano -como bien lo aclara el escriba- no constituye una proeza, aun con la avanzada edad del jinete, pero sí es sin duda un relato que transmite simpatía sobre el amor paterno y el filial. Sin detenerse a contar posibles incidentes vividos por el jinete durante los veinticinco días de viaje, agrega el autor del texto:
“No sin pasar mil peripecias, ha logrado el buen viejo trasladarse a esta, cuando a impulsos de un rasgo de cariño y acicateado por el mal de ausencia, ensilló el flete y decidió el viaje, que si bien no constituye una aventura, es por lo menos un esfuerzo de voluntad y entereza, máxime cuando ya se frisa en los 80 años, que son los que casi cuenta Moyano.”
Aun en lo sencillo y humilde del hecho, resulta encomiable que la revista porteña se interese no por un cuento criollista -que de hecho no faltaban en sus páginas-, sino por una noticia, pequeña y con ciertas resonancias emotivas que reivindicaba la figura del criollo de a caballo. Su figura se asimila al dispositivo de producción de una identidad nacional, necesitada de arquetipos.
Volviendo al texto, aquí el autor enfatizaba una resonancia moral de la historia, otra forma de valorizarla periodísticamente:
“Pero como al que «suda Dios lo ayuda», como dice bien el refrán conocido, Moyano ha conseguido dar con el paradero de su hijo, y la «alegría del encontronazo», como él dice, lo ha repuesto con creces, de lo que pudo haber sufrido en el largo trayecto recorrido.”
Quizás dejase flotando el autor unas aventuras no ocurridas, y percances que no alcanzaron durante el viaje al personaje, a excepción de una referencia a ciertos objetos de uso personal y papeles, que don Macario había perdido en el camino, y tiene la suerte de recuperar:
“Unida a esta alegría, una comunicación de la comisaría donde se dirigió, para ver si conseguía unos papeles y ropas perdida como a cuatro leguas de esta capital, en la que le decían que podía pasar a retirarlas, lo ha puesto de un humor a flor de labio para hacerlo valer en la forma perspicaz y socarrona de nuestros tipos de tierra adentro, cuando se le interroga sobre su pingo o su perra, que son para él «como los ojos de la cara», porque se portaron como «buenos derechos».”
La especial atención al “tipo” del criollo es un elemento también propio del dispositivo del criollismo argentino, cuando señala como característica su “forma perspicaz y socarrona”. El final del retrato y de la crónica deja una sensación de simpatía por el personaje, que se dispone a emprender el largo viaje de vuelta, tras haber abrazado a su hijo:
“Y ahora que ha visto a su hijo y arreglado sus asuntitos, piensa retornar a sus pagos, donde tiene unas tierritas y le quedan algunos hijos, pero está indeciso de cómo lo hará, porque piensa que a caballo y con su fiel «Ploma», ha de realizarlos más tranquilo que en el ferrocarril.”
Lugares emblemáticos asociados a festivales, anfiteatros, plazas, incluso patios pueden ser fuentes de alegría. Si es verano, mejor bajo la noche.
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